El Reinado de Isabel II resumen

 


 

El Reinado de Isabel II resumen

 

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El Reinado de Isabel II resumen

 

El Reinado de Isabel II

 

12. 1 El Reinado de Isabel II. La oposición al liberalismo: carlismo y guerra civil. La cuestión foral

 

El reinado de Isabel II se enfrentará al carlismo, movimiento político que surge en 1826 con un grupo de absolutistas en cortes que se agrupan en torno a Carlos María Isidro, hermano del rey Fernando VII. Debido a las reformas y la suavización del Antiguo Régimen durante el reinado de Fernando VII, estallaron sucesivas insurrecciones carlistas, destacando la rebelión de los malcontents en Cataluña. En ella se reclamaba la vuelta al programa absolutista, y por ello, el rey dirige personalmente la represión contra el levantamiento. Sin embargo, fue la crisis sucesoria la que radicalizó a la facción carlista. Tras casarse con María Cristina de Nápoles en 1829, Fernando VII promulgó, en 1830, la Pragmática Sanción mediante la cual derogaba la Ley Sálica y permitía reinar a las mujeres. El carlismo se pone en práctica con el Motín de la Granja (1832) que organiza Carlos María Isidro contra la reina, con el cual consigue la derogación de la Pragmática Sanción. Sin embargo, la insólita recuperación del monarca, presionado por los anticarlistas, revocó dicho documento, y dejó como heredera a su hija Isabel. Sin embargo, Carlos María Isidro no aceptó los derechos de su sobrina al trono, por lo que tras la muerte de Fernando VII en 1833 publica el Manifiesto de Ambrantes en el que reclama el derecho de sucesión al trono español. De este modo se iniciaron una serie de levantamientos armados a favor de Carlos María Isidro, siendo el primero en Talavera de la Reina. De este modo, comienza una guerra civil provocada por el conflicto sucesorio, dividiendo política y socialmente al país en: isabelinos y carlistas.

Los partidarios de Isabel II estaban formados por: las altas jerarquías del ejército, la Iglesia, el Estado y los liberales. En el ámbito internacional estaba apoyada por Francia, Reino Unido y Portugal. En el otro bando estaban los carlistas que apoyaban los derechos al trono de Carlos de Borbón, apoyado por campesinos, baja nobleza del norte de España, los sectores más conservadores de la Iglesia, y algunos oficiales del ejército que estaban descontentos. El carlismo suponía una defensa de la foralidad, por lo que recibió el apoyo de los territorios de Navarra, País Vasco, la zona al norte del Ebro y el Maestrazgo (Castellón), de la monarquía absoluta, del tradicionalismo católico y defensa de los intereses de la Iglesia, y suponía la oposición radical a las reformas liberales.

Así, la primera guerra carlista se puede dividir en tres etapas. En la primera cabe destacar la formación de un foco de insurrección vasco-navarro en forma de partidas rurales organizadas por el jefe carlista Zumalacárregui. En noviembre ya había una guerra abierta con dos zonas: el País Vasco y la parte norte de Cataluña. A estas zonas se sumaron partidas de guerrilleros en Aragón, el Maestrazgo, Galicia, Asturias o La Manca. Esta primera fase termina con la muerte de Zumalacárregui en el asedio de Bilbao en julio de 1835. La segunda etapa de la guerra (1835-1837) supone la difusión a todo el territorio nacional. Destacaron la llegada de Miguel Gómez (carlista) a Cádiz y las expediciones del general Cabrera al mando de una parte del ejército carlista, su ayuda permitió el asedio del Infante don Carlos a Madrid. Sin embargo, la victoria liberal en Luchana con el ejército al mando de Espartero, obligó a los carlistas a retirarse. Así, comienza la tercera fase (1837-1839) que acabó con el triunfo de las tropas gubernamentales. Dentro del carlismo surgió una división entre los más conservadores (apostólicos, como el obispo de León) y los menos radicales (el general Maroto), partidarios de negociar. Triunfó esta última postura, lo que permitió la firma del Convenio de Vergara (29 de agosto de 1839) entre Espartero y el General Maroto. En el se prometía el mantenimiento de los fueros vascos y el reconocimiento de los oficiales del ejército carlista.

Sin embargó el carlismo mantendrá su lucha en otras dos contiendas militares: la segunda guerra carlista (1846), conocida como la guerra dels matiners en Cataluña, surge tras el fracaso de la propuesta de matrimonio entre el pretendiente al trono carlista e Isabel II. En ella participó el General Cabrera y recubrieron apoyo de guerrilleros republicanos que apoyaron a los carlistas para acabar con el régimen y así poder implantar su forma de gobierno. En la tercera guerra carlista (1872-1876) durante el Sexenio Democrático participaron Cataluña, Navarra, y País Vasco, en ella, las fuerzas carlistas llegaron a ocupar algunas ciudades de la Cataluña interior. Se produjo en el momento en que Isabel II estaba en el exilio, y el rey Amadeo I, monarca desde 1971, no era muy popular. Carlos VII, nieto de Carlos V, prometió a catalanes, valencianos y aragoneses el retorno de los fueros y las constituciones abolidas por Felipe V. Sin embargo, nunca llegaría a cumplirse al no tener éxito la revuelta carlista. Finalmente, Carlos VII huyó a Francia el 27 de febrero de 1876, el mismo día que Alfonso XII entraba en Pamplona.

 

 

12.2 Isabel II (1833-1843): Las Regencias

 

            Tras la muerte de Fernando VII, el 29 de septiembre de 1833, María Cristina accedió al trono en calidad de regente. A lo largo de su reinado se consolidó la división del liberalismo en dos corrientes: moderados (buscaban fortalecer la corona ante la soberanía nacional y sufragio muy limitado) y progresistas  (limitar el poder del rey a favor del Parlamento y favorables a las reformas sociales).

Así, se inició una etapa de transición llamada el régimen del Estatuto Real o Transición (1834-1835) durante la cual se produjo el desmantelamiento del estado absolutista de Fernando VII, imponiendo el régimen liberal de Isabel II. Nombró un gabinete presidido por Cea Bermúdez, que se proclamó defensor de la monarquía absoluta. Los sectores más absolutistas, agrupados en torno a Carlos María Isidro, reclamaban la corona porque la Ley Sálica impedía a una mujer ocupar el trono. Comenzó así la primera guerra carlista. Esto obligó a la regente a realizar un cambio de gobierno, llamando a Martínez de la Rosa para formar un nuevo gobierno, en enero 1834. Fue él quien concibió el Estatuto Real promulgado el 10 de abril de 1834, cuyo objetivo es unir a lo liberales moderados con los sectores más progresistas del Antiguo Régimen. El estatuto tiene un carácter conservador, inspirado en una carta otorgada donde el rey garantiza la marcha política apoyado por miembros de estamentos privilegiados ricos y alta burguesía. En él se establecen una cortes bicamerales: Proceres del Reino, o cámara alta, uy Procuradores del Reino, o cámara baja.  Los proceres, podían ser de número ilimitado y son nombrados por el Rey, solían ser miembros de altos cargos de la Iglesia, Grandes de España, y políticos con altas rentas. Los procuradores son elegidos por sufragio censatario indirecto masculino más de 30 años de rentas elevadas o capacidades. El Estatuto no establece una separación de poderes. Se derogó por la presión de liberales progresistas, sublevados contra los moderados. La reforma constitucional llevó a que el gobierno se enfrentase a la oposición liberal y carlista. La relaciones entre gobierno y Cortes se tornaron tensas, debido a un número de factores como: la epidemia de cólera, la guerra civil, la matanza de frailes en Madrid.

Tras esta etapa, comienza el gobierno progresista (1835-1837) siendo el conde de Toreno quien sustituyó a Martínez de la Rosa. En 1835 se iniciaron diversas revueltas anticlericales y antiabsolutista, entre las que destaca la “revolución de 1835”. Todo ello, obligó a la regente a llamar a Juan Álvarez de Mendizábal para formar un gobierno progresista. Con Mendizábal se consumó la transición política hacia el sistema liberal, y se realizaron reformas como: la reorganización de la Milicia Nacional con el nombre de “Guardia Nacional”; la desamortización de los bienes del clero, previamente racionalizados, obteniendo ingresos para acabar con la guerra carlista; la venta de las propiedades rústicas y urbanas de la Iglesia, en subastas públicas pretendían crear una clase de nuevos propietarios adictos a la causa liberal, y sanear la deuda pública. Sin embargo, los planes de Mendizábal no dieron resultado, por lo que en los progresistas ganaron las elecciones de 1836. Sin embargo, pronto tuvieron que dimitir, dado que la regente nombró presidente a Istúriz. A pesar de ello, a situación política no se estabilizó; y en 1837 se produjo  golpe de Estado conocido como el “motín de los sargentos de la Granja” mediante el cual se establece un gobierno progresista. Éste democratizó la elección de los ayuntamientos a través de un sufragio universal masculino, y convocó Cortes, elaborando una constitución aprobada el 18 de junio de 1837.  Ésta sigue una soberanía constituyente en la que las cortes representan a la soberanía nacional, y el Rey comparte esa soberanía con atribuciones limitadas por la constitución. Tiene un carácter progresista, evitando el radicalismo liberal y el carlismo. Establece una serie de derechos y libertades: de expresión, habeas corpus, inviolabilidad del domicilio, protección a la propiedad, petición a Cortes o Rey, jurado para los delitos de imprenta: derecho  imprimir sin censura previa… en ella se establece una permisividad religiosa, y se establecen unas cortes bicamerales formadas por la cámara alta del Senado, y la cámara baja de Congreso de Diputados. El senado se elige a través de un sufragio indirecto censatario: propuesta de tres nombres al Rey del que al menos elige uno. El congreso se elige a través de un sufragio directo masculino censatario de mayores de 25 años. Se establece una colaboración y división de poderes entre las Cortes y el rey; en el que las primeras tienen el poder legislativo, y el segundo el políticamente irresponsable pero sus ministros no. Esta constitución llevó a cabo reformas en la administración local en la que los gobiernos locales eran elegidos por ciudadanos con derecho a voto; la milicia nacional mantiene el orden y apoya al ejército, organizada por los ayuntamientos y coordinada por los gobernadores provinciales, sirve para luchar contra el carlismo y asegurar las reformas liberales; entres otras reformas destaca la libertad de comercio e industria, desvinculación de la propiedad, abolición de los señoríos, y desamortización eclesiástica. Estuvo en vigencia entre 1837 y 1845, se derogó dado que los moderados plantean la necesidad de reforma la Constitución de 1837.

Tras el regreso de los exiliados políticos el gobierno cesó y la reina gobernadora ofreció el gobierno al general Espartero, que no aceptó. Las elección de octubre de 1837 dieron el triunfo a los moderados, el gobierno más duradero fue el de Evaristo Pérez de Castro, dado que éstos cambiaban por la potestad de la reina. En el trienio moderado (1837-1840), los moderados se vieron condicionados por el poder militar (los generales Narváez, en el liberalismo moderado, y Espartero, en el progresista), la guerra carlista y la crisis de Hacienda. El gabinete tuvo como objetivo la ley de ayuntamientos, aprobada por María Cristina, mediante la cual el gobierno elige a los alcaldes de localidades de más de 2000 habitantes, y a gobernadores provinciales en las localidades más pequeñas. Esto provocó la dimisión de Espartero, que María Cristina no aceptó. Pocos días después diversos motines populares provocaron la renuncia de María Cristina a la regencia y fue sustituida por Espartero.

Espartero, líder de la corriente progresista dentro del liberalismo, gobernó de forma autoritaria y con gran popularidad. Espartero exigió ser regente único, realizó una venta de bienes del clero secular, acelera las reformas de Mendizábal, y apostó por una política librecambista, lo que provocó un levantamiento de los moderados en 1841 que terminó fracasando. Espartero gozaba de popularidad entre las clases medias y bajas, y tenía el apoyo de una parte del ejército. Sin embargo, empresarios y comerciantes de textil de Barcelona incitaron un enfrentamiento contra la política librecambista de Espartero, conocido como “los sucesos de Barcelona” de 1842, lo que llevó a Espartero a ordenar el bombardeo de Barcelona. En 1843, convoca elecciones en las que el partido progresista se divide; ese mismo año se produce una insurrección general encabezada por Narváez en Torrejón de Ardoz (Madrid), por la que Espartero se exilia a Inglaterra, y el 10 de noviembre de 1843, es coronada Isabel II.

 


12.3. Isabel II: El Reinado Efectivo (1843-1868)

 

             A lo largo del reinado de Isabel II los partidos eran agrupaciones de personas influyentes y poderosas, éstos se caracterizaban por un fuerte componente individualista, y sus ideas se traducían a través de la práctica electoral (sometida a la corrupción y arreglo), la prensa política y la oratoria parlamentaria. El peso de los líderes era muy importante (Narváez, moderado; Espartero, progresista; y O’Donnell unionista). Los partidos a lo largo del reinado tuvieron poco contacto con la realidad social. Con escasa participación electoral de las clases bajas.

            Entre julio de 1843 y mayo de 1844 se desarrolló un proceso de transición en el que se pretendía desmantelar el influjo de Espartero; así, se adelantó la mayoría de edad de Isabel II y el 10 de noviembre juraba como reina constitucional, comenzando su reinado efectivo. cuyo lema era el “orden sobre la libertad”, base del liberalismo doctrinario. Se nombró jefe de gobierno a Olózaga que reforzó la ley de ayuntamientos y rehabilitó la Milicia Nacional. Tras ser acusado de forzar la voluntad de la reina, se nombró a González Bravo que creó la Guardia Civil. Con el regreso de María Cristina, ceso el gobierno de González Bravo, y Narváez tomó las riendas del poder el 8 de mayo de 1844. Comienza así la “Década Moderada”, cuyo lema es “orden sobre la libertad” siendo la base del liberalismo doctrinario. Durante esta época se creó una legislación que modeló un Estado centralizado y uniforme. Se aprobó una nueva Constitución (1845) en la que se destaca como autor a las cortes constituyentes. Sigue una soberanía compartida y tiene carácter moderado. Establece a la religión Católica como oficial del Estado. Establece unas cortes bicamerales: Senado y Congreso de diputados, con elecciones muy restringidas (Senado elegido por el monarca y Congreso por sufragio censatario masculino mayor de 25 años). En ella no se establece una clara separación de poderes, permitiendo una reforma constitucional flexible. Estará en vigencia desde 1845 hasta 1868, pero suspendida tanto en 1852 y 1856. Durante este periodo se aprobó una nueva Ley de Hacienda (Ley de Mon-Santillán) donde se diferencian: impuestos directos (contribución territorial, bienes inmuebles…; impuestos indirectos: consumos; y presupuestos anuales). A su vez, se reformó la educación con un nuevo plan de Gil y Zárate, dividiéndose en tres etapas: primaria, secundaria y universidad. Se modificó la administración local y provincial (mayor control de los ayuntamientos); y se creó una Comisión Nacional de Comisión (código civil, mercantil, penal…) creando un orden jurídico unitario. Narváez aumentó su poder con la creación de los gobernadores civiles, clave para la perfección del sistema de corrupción electoral. A lo largo de su reinado tuvo que enfrentarse a la segunda guerra carlista (1846-1848). Desde enero de 1851 hasta diciembre de 1852, Juan Bravo Murillo presidió el gobierno y fue ministro de Hacienda. Su principal objetivo era sanear la deuda pública; pero también modernizó la función pública con la creación de una burocracia moderna al servicio del Estado. En 1849, del ala izquierda del progresismo surge el Partido Demócrata. Se firmó el Concordato con la Santa Sede, de 1851 en el que se reconoció la religión católica como “única de la nación española”; se aceptó la inspección de la Iglesia sobre el sistema educativo para adecuarlo a la moral católica; y se creó la contribución de “culto y clero”, lo que suponía que el Estado iba a mantener a la Iglesia con cargo a los presupuestos. El fracaso de un intento de reforma constitucional (Proyecto Constitucional de 1852) en sentido autoritario, la división del partido moderado, los casos de corrupción centrados en la construcción de ferrocarriles, Canal de Isabel II… fueron desgastando el gobierno de los moderados, lo que provocó la sublevación de los progresistas de 1854.

            La sublevación de 1854 se inició con un pronunciamiento militar en Vicálvaro (“Vicalvarada”) dirigido por los generales Dulce y O’Donnell. Tras la batalla, los sublevados se retiraron a Manzanares donde redactaron el Manifiesto de Manzanares. El pronunciamiento derivó en una revolución popular y la creación de un gobierno provisional, con la formación de una Junta de Salvación, presidida por Evaristo San Miguel. De esta forma, comienza el bienio progresista, etapa dirigida por: Espartero (progresista) con ayuda O’Donnell (Unión Liberal). Durante esta época se creó la Constitución de 1856, que no entró en vigor. Tuvieron que hacer frente a un nuevo levantamiento carlista y a la oposición a nuevas medidas desamortizadoras, como la desamortización de Madoz. A su vez, hubo un aumento de la deuda pública. Todo ello dio lugar a la dimisión de Espartero y la creación del gobierno de O’Donnell.

De este modo comienza la hegemonía de la Unión Liberal: O’Donnell desmanteló toda la labor política y legislativa del bienio. La política dio un giro a la derecha con el gobierno de Narváez, volviendo desde 1856 a 1858 al moderantismo más conservador y autoritario. Durante este periodo se recuperó la Constitución de 1845, y se suspendió la desamortización y volvió el espíritu del Concordato de 1851. De la obra de gobierno se puede destacar: la ley de Instrucción Pública (de Claudio Moyano) y la finalización de grandes obras públicas como el Canal de Isabel II. Se produjo una crisis de subsistencia y la agitación social provocó la dimisión de Narváez y la vuelta de O’Donnell, iniciando una época de estabilidad y centrismo político. Durante el “gobierno largo” de O’Donnell destacan: el perfeccionamiento de los medios para cometer fraude electoral; por la estabilidad se produjo un crecimiento económico; se aprobaron leyes importantes en la conformación del nuevo sistema administrativo (cuerpo de ingenieros); y una política exterior importante con sucesos como la guerra de África (1858-1860), intervenciones en México (1861-1862), y Cochinchina (Perú).

Tras esta etapa se sucedieron diversos gobierno inestables e ineficaces por una fuerte división interna de los partidos, y la constante injerencia de la reina en los asuntos del gobierno. Ante esta situación los progresistas se acercaban a las tesis de los demócratas. Diversos acontecimientos hacían presagiar la incapacidad del sistema para afrontar los problemas: la cuestión “romana”, Isabel II apoyó al papa Pío IX enfrentando a España al nuevo Estado italiano; el desprestigio de la reina, por su polémica vida privada; en 1866 el general Prim protagoniza una sublevación contra el gobierno que fracasa; y se produce el pronunciamiento militar en el cuartel de San Gil, que también fracasó. En agosto de 1866, se firmaba el pacto antidinástico de Ostende entre demócratas y progresistas para desalojar del trono a Isabel II. Durante 1866 se produjo una crisis económica caracterizada porque afectó a todos los sectores productivos de finanzas, sobre todo a la construcción de ferrocarriles. A esta crisis se sumó una crisis de subsistencia lo que provocó agitación popular. Ante esta situación, diversos generales (Prim, Serrano, Dulce…) se sumaron a la conspiración. Así, el 18 de septiembre de 1868 el almirante Juan Bautista Topete se sublevaba en Cádiz, dando comienzo a la revolución de 1868: “La Gloriosa”

 


12.4. El Sexenio Democrática (1868-1874): Intentos Democratizadores. La Revolución, El Reinado de Amadeo I y la Primera República.

 

            La etapa conocida como el Sexenio Democrático (1868-1874) comienza con la revolución la “Gloriosa”, resultado de una alianza entre progresistas y unionistas con la aprobación de los demócratas que se hacía oficial con el Pacto de Ostende en agosto de 1866. A esta conspiración se sumaron diversos generales como Prim, Serrano, Dulce…, recibiendo el apoyo de las masas populares y siguiendo el ideario revolucionario demócrata. El levantamiento se inició en Cádiz y pronto se extendió por las grandes ciudades, donde se crearon juntas revolucionarias. El gobierno entregó el 29 de septiembre el poder en Madrid a una junta revolucionaria, que se encargó de regular la revolución. El 3 de octubre la junta revolucionaria encomendaba al general Serrano la formación de un gobierno provisional, que constituyó el día 8, tras la llegada del general Prim. Las primeras disposiciones buscaron: controlar la revolución (disolvieron las juntas revolucionarias y milicias populares) y reformas sociales (supresión del impuesto de consumos, reducir la esclavitud en Cuba, y establecer libertad de enseñanza y de imprenta). El 15 de enero 1869 tuvieron lugar las elecciones a Cortes Constituyentes, con mayoría monárquica (progresistas y unionistas), dejando apartadas las reivindicaciones de las clases populares. 

            Las Cortes Constituyentes iniciaron sus sesiones el 11 de febrero de 1869 y el debate del proyecto del proyecto de nueva constitución el 6 de abril. Éste se promulgó el 6 de junio de 1869: presenta una influencia de la constitución belga de 1831 y la estadounidense de 1787. Establecía una soberanía nacional de base popular y proclamaba la división de poderes y una amplia declaración de derechos. De su contenido destacan que regulaba los derechos individuales (libertad de cultos, de reunión y asociación, de enseñanza, de expresión…), se establecía un sufragio universal; se instauró un sistema bicameral (el Senado se elegía por sufragio universal indirecto, restringido a grandes contribuyentes y altas capacidades; y el Congreso estaba integrado por un diputada cada 40.000 habitantes, elegido por sufragio universal). La adopción de la monarquía como sistema político provocó la creación de una regencia (Serrano), mientras Prim ocupó la jefatura de gobierno; y así poder buscar un rey. El gobierno se enfrentó a problemas interiores y exteriores que complicaron su devenir como: la guerra colonial en Cuba iniciada en 1868; la oposición activa de los carlistas y los alfonsinos, los primeros iniciaron una nueva guerra; el acoso de los republicanos, que no aceptaron la solución monárquica de la constitución; y el descontento de las capas populares. Éstos dos últimos llevaron a cabo levantamientos armados, en este panorama se firmó el Pacto Federal de Tortosa en mayo de 1869, que pretendía un proyecto de España de corte federal. La búsqueda de un nuevo rey termina con la aceptación de las cortes de Amadeo I de Saboya, destacando al duque Montpensier y a Espartero, que fueron otros candidatos a la monarquía.

            El primer problema del reinado fue la pérdida del principal valedor de Amadeo, Prim que fue asesinado al inicio del reinado. Amadeo entró en Madrid el 2 de enero de 1871, juró la constitución y comenzó a reinar. Pronto sufrió el menosprecio o la indiferencia de los altos mantos militares y de la aristocracia. También se tuvo que enfrentar a la división interna de los partidos que apoyaban de Amado, unionistas y sobre todo progresistas. Éstos últimos se dividían en constitucionalistas (los más conservadores con Sagasta a la cabeza, que tuvieron el apoyo de los unionistas de Serrano) y en radicales (más reformistas dirigidos por Ruiz Zorrilla). Esto hacía inviable la acción de gobierno por lo que se producían constantes cambios de gobierno entre Serrano y Ruiz Zorrilla. Por otro lado, existía una gran agitación sociopolítica derivada de los efectos de la comuna de Paris y de la acción de la I Internacional, lo que llevó a Sagasta adoptar medidas represivas contra las organización obreras. A todos estos problemas se unió el estallido de otra rebelión carlista y de la guerra de Cuba. A lo largo del Sexenio Democrático el partido carlista se verá reforzado por los neocatólicos; en él convivían dos corrientes: una facción más abierta (dirigida por el general Cabrera) y otra más heterodoxa (a cuyo frente estaban Carlos VII y Cándido Nocedal). En una primera etapa, los carlistas son derrotados en el País Vasco en Oroquieta, firmando el Convenio de Amorevieta. En 1873 se generalizó la guerra. Don Carlos ocupó el País vasco, Navarra, parte de Aragón, valencia y algunas zonas de Castilla La Mancha, creando un Estado alternativo que contaba con moneda propia, diputaciones, servicio de correos… Las razonas de la persistencia del conflicto carlista eran: la resistencia del mundo campesino a las formas productivas del capitalismo moderno, la resistencia de los territorios forales al centralismo liberal, y la resistencia al proceso de secularización. A todo esto se sumó un malestar en el ejército ante algunas disposición del gobierno como el nombramiento del general Hidalgo como capitán general de las Vascongadas. Finalmente, Amadeo I renunció a la Corona en febrero de 1873.

            El 11 de febrero de 1873 se proclama la república por una amplia mayoría. El principal problema fue la pugna entre federales y unitarios, en un año se sucedieron seis gobiernos y cuatro presidentes (Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar). El nuevo estado también tropezó con grandes dificultades: la cuestionada legitimidad de su origen y la diversidad de corrientes políticas y proyectos que defendía radicales y federales. El primer presidente fue Figueras cuyo gobierno estuvo formado por figuras simbólicas del republicanismo.  Se celebraron elecciones el 10 de mayo proclamando una república democrática federal. El gobierno federalista de Pi i Margall se verá superado por los conflictos bélicos (carlista y cubano) y por la resulta cantonalista, siendo sustituido por Salmerón. El cantonalismo es el federalismo radical  cuyo objetivo era obtener una democracia directa, autonomía municipal y reformas sociales, este movimiento se inició en Cartagena en julio de 1873 a la que le siguieron otras ciudades, que fueron reprimidas por Salmerón. Durante este periodo se elaboró la Constitución non nata de 1873, por Emilio Castelar, de carácter federalista. Tras la dimisión de Salmerón se inició el gobierno de Castelar, que sigue una política centralista. Este periodo acabó con el golpe de Estado del general Pavia. Pavía cedió el poder al general Serrano, empezando así la república unitaria o dictadura del general Serrano, un régimen con apoyos de los sectores conservadores. Era un sistema híbrido sin constitución. El 29 de diciembre, el general Martínez Campos realizó un pronunciamiento en Sagunto, proclamando a Alfonso XII nuevo rey de España.


12.5 Reinado de Alfonso XII: El sistema canovista y la Constitución de 1876.

 

            La restauración de la monarquía borbónica en Alfonso XII fue producto de un largo proceso de maniobras diplomáticas llevado a cabo durante el Sexenio Democrático y el gobierno de Serrano, cuyo protagonista fue Antonio Cánovas del Castillo. La más importante fue la abdicación de Isabel II en su hijo Alfonso XII en junio de 1870. Se creó el “partido alfonsino” de carácter conservador, bajo el lema “paz y orden”, éste tenía el apoyo de las clases moderadas, medias y altas; y de los terratenientes de las Antillas (esclavistas). A pesar de que Alfonso XII legó al poder a través del pronunciamiento del general Martínez Campos, Cánovas deseaba un ejército subordinado al poder civil. Las ideas principales del proyecto restaurador se presentaron en el Manifiesto de Sandhurst, en diciembre de 1874, que buscaba establecer una monarquía constitucional y tradición católica. El proyecto de Cánovas pretendía que la monarquía fuese la base y los partidos un instrumento a su servicio (dos partidos mayoritarios con alternancia en el poder). Esos dos partidos fueron: el Partido Conservador y el Partido Liberal. El partido Conservador, dirigido por Cánovas del Castillo, representaba al sector más conservador de la Restauración. Éstos eran defensores del orden social y público, de los valores establecidos por la Iglesia y de la propiedad. Por el otro lado, el Partido Liberal, dirigido por Sagasta, representaba al sector más progresista de la Restauración. Éstos abogan por las reformas sociales, la educación y un cierto laicismo.

            Las bases ideológicas del sistema políticos de Canóvas se basaban en: el pragmatismo; la soberanía compartida entre el rey y las Cortes frente a la soberanía nacional, y en el carácter hereditario de esta institución; así como en el pesimismo, basado en el estudio de la historia de la decadencia española. El ejército debía quedar al margen de la política, y el sistema electoral se basaba en un fraude permanente, favoreciendo a los grupos dominantes. Durante este periodo se elabora la Constitución de 1876 que era un síntesis y un punto medio entre las constituciones de 1845 y 1869. Fue elaborada por una comisión de expertos convocada por Cánovas en 1875. Mostraba el espíritu de partida: el pacto, lo que explica su durabilidad. Los puntos más polémicos quedaban en manos de los gobiernos de turno (el sufragio o la cuestión religiosa). Los rasgos más importantes eran: la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, el derecho al sufragio se dejaba pendiente a leyes posteriores, y se declaraba el Estado confesional con libertad religiosa, aunque limitada a manifestaciones privadas. La monarquía cumplía un triple papel en este sistema político: era expresión de la continuidad histórica, era la garantía del orden social, y el monarca era la piedra angular del sistema. El régimen era oligárquico, caciquil y corrupto: un grupo reducido dominaba el sistema, mientras que la “España real” (clases media y populares) quedaba excluida. El caciquismo se basaba en las relaciones de patronazgo y clientelismo que ya existían en el Sexenio; sus tres ejes eran: lo altos cargos en Madrid, los gobernadores civiles en las provincias y los “caciques” en los pueblos.

            A lo largo de la Restauración se acabó imponiendo un sistema bipartidista, bajo el dominio del Partido Conservador y del Liberal, esto fue posible a que ambos tenían una considerable indefinición ideológica, siendo el Conservador cercano a las posturas de los moderados y el Liberal a la de los progresistas. El republicanismo estaba muy dividido, entre ellos destacaban: los republicanos radicales (Ruiz Zorrilla), los unitarios (Emilio Castelar), y los federales (Pi i Margall). A la derecha se situaba el carlismo, muy dividido después de la derrota de 1876, Al margen del sistema se encontraban los movimientos de base obrera como el socialismo y anarquismo. Durante esta época nacieron los movimientos nacionalistas: PNV y Liga Regionalista. El sistema político se basaba en el turnismo y el fraude electoral: desde 1881 se estableció un turno pacífico entre los dos partidos dinásticos tratando de establecer una democracia puramente formal o “sistema liberal sin democracia”. Este sistema seguía los siguientes pasos: la corona llamaba a gobernar al partido en la oposición; se disolvían las Cortes y se convocaban nuevas elecciones; y las elecciones se manipulaban para que el nuevo gobierno tuviera mayoría en Cortes. Es decir, el Ministro de la Gobernación da ordenes a los gobernadores civiles que elaboran el encasillado y negocian los candidatos por provincias, estos dan ordenes a los alcaldes que junto con los caciques influyen en el foto de electores. Si estos métodos fallan, se fabrican nuevos resultados electorales dando el pucherazo.  

            El reinado de Alfonso XII comenzó con una hegemonía política abrumadora del Partido Conservador, pero en los últimos años el Partido Liberal también accedió al gobierno. La presidencia de Cánovas se prolongó desde 1876 hasta 1881, con un breve gobierno de Martínez Campos en 1879. Esta etapa se conoce como la “dictadura canovista” por el fuerte carácter autoritario de su política, cuyo objetivo era de: consolidar la monarquía restaurada, y construir un sistema de orden y centralizado. La falta de libertades se mostró en la política educativa (se exigió la fidelidad al gobierno), en el control de la libertad de expresión y de imprenta, o por el limitado derecho de reunión. Se pudieron concluir varios conflictos en esta etapa: la guerra carlista que termina con la derrota de Carlos VII y la abolición de los fueros vascos; y la sublevación cubana con la Paz de Zanjón de 1878. Tras la petición al monarca de la necesidad de un cambio de poder, Alfonso XII optó por la alternancia, y de esa forma Sagasta formaba gobierno con el Partido Liberal en 1881. La acción de gobierno realizó distintas acciones: modernizó el ejercito, se practicó una política librecambista (que afectó a los industriales), se amplió el sufragio pero no se impuso el sufragio universal, y se amplio la libertad de expresión, imprenta y de educación El gobierno de Sagasta finalizó en 1883, y en la última etapa dio el gobierno a Cánovas, quien tuvo que afrontar un conflicto con Alemania por las islas Carolinas, la epidemia de cólera de 1885 y la crítica situación social. El rey moría el 25 de noviembre de 1885, dando paso a la regencia de su viuda María Cristina de Habsburgo-Lorena.

 

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El Reinado de Isabel II resumen

El reinado de Isabel II (1833-1868): Las guerras carlistas y el problema foral. El papel del ejército.

El reinado de Isabel  II se desarrolló entre 1833 y 1868, aunque conviene recordar que hasta 1843 la reina vivió su minoría de edad y que, entre tanto, se sucedieron las regencias sucesivas de su madre, María Cristina de Nápoles (1833-1840), y del general Baldomero Espartero (1840-1843). La mayoría de edad en el trono, lo que puede considerarse reinado propiamente dicho de Isabel II (1843-1868), duró veinticinco años tras un pronunciamiento militar que obligó a la soberana a abandonar España. No renunció, sin embargo, a sus derechos ni a los derechos de su familia al trono.

 

Pleito dinástico y opciones políticas.

El conflicto entre los defensores del Antiguo Régimen y quienes pretendían derribarlo está presente en la historia de Europa y de España durante buena parte del siglo XIX. En España afectó de lleno al primer tercio del siglo en un contexto terriblemente problemático: el de la Guerra de Independencia y la primera guerra civil española, separadas por una etapa de inestabilidad y cambios políticos provocados por la tensión entre tradicionalistas y liberales bajo el reinado de Fernando VII. La difícil sucesión del rey contribuyó a acrecentar estas tensiones.

La muerte en 1829 de la tercera esposa de Fernando VII, María Josefa Amalia, dejó al rey de nuevo sin sucesión, cuando ya su salud precaria hacía dudar que pudiera llegar a tener herederos antes de su muerte, que se anunciaba no muy lejana. Por esta misma razón, a la muerte de la reina siguió inmediatamente una actividad frenética por encontrar entre las jóvenes princesas europeas a la mujer adecuada para casar con Fernando VII y garantizar urgentemente la descendencia. En este estado de cosas peligraban los derechos dinásticos del infante Carlos María Isidro, hermano del rey y llamado a sucederle, y con ellos los intereses de los absolutistas que, en general, habían depositado en la candidatura de Carlos sus esperanzas de mantener el régimen tradicional. En cambio, y precisamente por este motivo, para los liberales se abría una puerta de esperanza, ya que ante la posible existencia de un nuevo heredero que no fuera el hermano del rey, podrían jugar sus bazas para intentar obtener el gobierno y cambiar la orientación del régimen político en España.

Ante la determinación de encontrar una nueva esposa para el rey, realistas y liberales pugnaron entonces por buscar una candidata adecuada para sus intereses políticos. La candidata elegida fue María Cristina, hermana de la infanta Luisa Carlota, que a su vez estaba casada con el infante Francisco de Paula, hermano del rey Fernando. María Cristina, de familia muy prolífica, provenía de Nápoles, era una joven de veintitrés años y temperamento alegre que, al parecer, contrastaba con el mucho más apagado de su antecesora, la fallecida reina María Josefa Amalia. Lo cierto es que si esta última había muerto el 18 de mayo de 1829, el día 9 de diciembre del mismo año se celebraba en Aranjuez la boda de María Cristina y Fernando VII.

 

María Cristina de Borbón (1806-1878): Hija del rey de Nápoles y Sicilia (Dos Sicilias), Francisco I, se casó en 1829 con el rey de España, Fernando VII. De este matrimonio nacieron dos hijas: Isabel y Luisa Fernanda. Durante los últimos años de la vida de su esposo tuvo que luchar por defender los derechos al trono de sus hijas comprometiéndose con los liberales frente a los carlistas, partidarios de que el trono quedara en poder de Carlos María Isidro, hermano del rey. Tras la muerte de Fernando VII en 1833, la reina viuda tuvo que ejercer de reina gobernadora y su regencia estuvo determinada en materia política por el estallido y desarrollo de la guerra civil entre carlistas y liberales, que concluyó con la victoria de éstos y la consolidación de Isabel como heredera del trono. Confió inicialmente el gobierno a los moderados aunque luego tuvo que ceder ante las presiones de los progresistas y entregarles el poder temporalmente. Bajo su regencia, se aprobaron sucesivamente el Estatuto Real (1834) y la Constitución de 1837. En 1840 tuvo que renunciar al cargo de regente, que quedó en manos del general progresista Baldomero Espartero. Tras la proclamación de la mayoría de edad de Isabel II, sus malas relaciones con los progresistas siguieron empeorando. Durante la década de gobiernos moderados, desarrollada entre 1843 y 1854, fue acusada por los progresistas de influir en las políticas de carácter autoritario que llegó a seguir Juan Bravo Murillo en 1851 y 1852.

 

Del matrimonio nacieron dos hijas, Isabel y María Luisa Fernanda. La primera de ellas, como primogénita, estaba llamada a suceder a su padre, en el caso de que la defensa de sus derechos al trono tuviera éxito.

El pleito dinástico, el conflicto planteado por la sucesión al trono tras la muerte de Fernando VII, tenía una dimensión jurídica decisiva que es preciso describir con precisión.

  1.  En 1713 el rey Felipe V de Borbón, siguiendo la tradición de la dinastía francesa de la que procedía, había proclamado el derecho prioritario de los varones a la sucesión en el trono tanto por lo que se refiere a su propia línea sucesoria como a la de sus hermanos, los infantes. Sólo cuando la inexistencia de varones en la familia obligase a ello, podrían las mujeres optar al trono. Esto quedó establecido en la Ley Sálica, mediante el auto acordado del 10 de mayo de 1713, llamado también Nuevo Reglamento para la Sucesión.
  2.   En 1789 las Cortes aprobaron, con fecha de 30 de septiembre, la vuelta a la costumbre inmemorial de Las Partidas , en las que se decía que si el Rey no tuviera hijo varón, heredará el Reino la hija mayor. Lo cierto es que, con posterioridad y contra lo establecido en el procedimiento correspondiente, este acuerdo de las Cortes no fue promulgado, como establecía el procedimiento, mediante una pragmática . Según el Conde de Floridablanca, esta publicación no se llevó a cabo por razones de índole exterior.
  3.  En 1830, concretamente el 29 de marzo y ante la posibilidad de que pudiera tener descendencia de su cuarto matrimonio, Fernando VII mandó publicar la Pragmática Sanción, aboliendo la Ley Sálica y reconociendo el derecho a reinar de las hijas del monarca en caso de no haber hijos varones.
  4.  En 1832, y en medio de grandes intrigas cortesanas provocadas por los grupos que aspiraban al beneficio de su candidato al trono, Fernando VII, a la sazón enfermo de gravedad, rectificó mediante un decreto que, aunque en principio debía permanecer en secreto hasta la muerte del rey, acabó siendo conocido rápida y ampliamente. En el decreto, del 18 de septiembre de 1832, se derogaba la Pragmática Sanción y, en definitiva, volvía a reconocerse el derecho prioritario al trono de los varones, aunque éstos no fueran vástagos del rey. Según algunas interpretaciones, la propia reina María Cristina debió de decidir esta medida ante la enorme presión de los realistas. Posteriormente, todas las responsabilidades de la conspiración se descargaron en el ministro José Calomarde. De nuevo, la candidatura de Carlos María Isidro era la llamada a triunfar.
  5.   Pero pocos días después, y como consecuencia de la parcial recuperación de la salud del rey y el curso de los acontecimientos que han pasado a la historia como los sucesos de la Granja , el rey anuló sus últimas disposiciones. Era el 28 de septiembre de 1832. Carlos María Isidro perdió así definitivamente sus opciones al trono.

Una vez restablecido el rey y contando ya con una fuerza militar adicta, se llevó a cabo el plan que habían puesto en marcha los liberales, formando un nuevo gobierno (1 de octubre de 1832) con Francisco Cea Bermúdez al frente. El nuevo gobierno contaba con todo el apoyo de la reina María Cristina, una princesa napolitana educada en el absolutismo que ahora se veía obligada a pactar con los liberales como única fórmula para salvar las opciones de su hija al trono.

Los miembros de este nuevo gobierno, en general considerados reformistas ilustrados, tuvieron en cuenta sin embargo los intereses del bando liberal, hecho comprobable viendo cuáles eran los dos objetivos fundamentales que se proponía alcanzar: primero, hacerse con el poder controlándolo a todos los niveles y, después, resolver el problema planteado con la firma del decreto derogatorio de la Pragmática Sanción. En primer lugar, sustituyeron a todos los cargos militares y políticos afines a Carlos María Isidro por otros de talante más liberal. Más tarde, el día  20 de octubre, María Cristina concede una amplísima amnistía a los liberales perseguidos por el régimen hasta entonces, en lo que se ha considerado un pacto entre la reina y los liberales, que permitiría en el futuro a las partes alcanzar la consecución de sus objetivos. El día 31 de diciembre de 1832 el rey declaró públicamente que el decreto de abolición de la Pragmática Sanción era nulo y, posteriormente, en mayo de 1833, las Cortes juraron a la infanta Isabel como heredera.

El 29 de septiembre de 1833 murió Fernando VII. La herencia que dejaba a su hija Isabel, una niña a punto de cumplir los tres años de edad, era una nación abocada a la guerra civil y las bases iniciales para poder establecer un nuevo régimen: el liberal .

 

La oposición al sistema liberal: la primera guerra carlista.

Contra lo que tradicionalmente se ha creído, el carlismo no surgió por el problema dinástico que afectaba al trono de España en los últimos años de vida de Fernando VII. Como hecho sociopolítico y corriente ideológica el carlismo es anterior a la publicación de la Pragmática Sanción en 1830. Los historiadores están de acuerdo en general en que la cuestión dinástica fue un asunto secundario, aunque importante, en los orígenes del carlismo durante el reinado de Fernando VII. Los adjetivos carlista y carlino aparecieron en el vocabulario político durante la década absoluta para designar una faceta de un movimiento político ya existente: el de los realistas. Realistas se llamaba a todos aquellos grupos e individuos que en la España fernandina se mostraban como partidarios del Antiguo Régimen, de la preservación de sus instituciones y de la perpetuación de la monarquía absoluta de manera muy destacada. Hay que buscar, pues, en los realistas el origen del complejo sociopolítico que ha pasado después a ser conocido como Carlismo . Los movimientos defensores de la tradición habían ya actuado en iniciativas como la Regencia de Urgel, en 1822, y el movimiento de sublevación de los malcontents, en 1827.

La ideología del carlismo.

La complejidad del fenómeno carlista y su distribución en la geografía española debe explicarse teniendo en cuenta tres elementos básicos: el elemento foral, el socioeconómico y el ideológico . Como movimiento defensor del Antiguo Régimen son el altar y el trono del absolutismo lo que en pocas palabras resume el ideario esencial del carlismo.

  1.  El elemento foral representa un aspecto que caracteriza al carlismo aunque no es el único rasgo destacado de la fisonomía de este movimiento. Los fueros forman parte esencial de la doctrina y del programa de los carlistas. El levantamiento carlista que, un mes después de la muerte del rey, diera lugar al comienzo de la primera guerra carlista (1833-1840), llamada por algunos simplemente guerra civil, entre los defensores del liberalismo -también llamado isabelinos o cristinos- y los del régimen tradicional -o carlistas- tiene una adscripción geográfica muy concreta: la de las regiones de tradición foral, donde el carlismo tenía una fuerza especial. Lógico es, pues, vincular la defensa de los fueros tradicionales, frente a la uniformización jurídica que propugnaba el liberalismo, como uno de los elementos motivadores del carlismo y explicativos además de su localización en los territorios de mayor arraigo foralista. Los gobiernos autónomos, las exenciones fiscales, la justicia aplicada con jueces propios y según las leyes tradicionales y la exención de quintas en el servicio militar, formaban parte de estos regímenes peculiares establecidos en Vascongadas y Navarra. Por el contrario, territorios como Extremadura o Andalucía, sin tradición foral, se citaban como modelos de indiferencia hacia el carlismo. Sin embargo, la historiografía reciente ha disminuido la importancia de la cuestión foral alegando que entre los liberales vasconavarros y catalanes hubo manifestaciones y actuaciones que demostraron su compromiso con la defensa de los fueros que de una u otra forma privilegiaban a sus territorios respectivos. En consecuencia, aun siendo el fuerismo un elemento importante, no parece explicar con carácter exclusivo ni el ideario carlista ni su implantación dominante en los territorios de mayor tradición foral.
  2.   Desde un punto de vista socioeconómico, se ha dicho frecuentemente que el conflicto entre carlistas y liberales es el fiel reflejo del conflicto entre campo y ciudad, entre mundo rural y urbano. En efecto parece claro que la base social del carlismo se localiza sobre todo en las zonas rurales de las Provincias Vascongadas, Navarra, Aragón y Cataluña. Ciudades importantes de estos territorios, como Bilbao, San Sebastián, Vitoria o Pamplona, optaron por la defensa del liberalismo. Sin embargo, en los últimos estudios realizados al respecto, se ha puesto en duda esta interpretación, con el argumento de que, cuando por primera vez se celebraron unas elecciones por sufragio universal (1869), en Pamplona y Bilbao los carlistas obtuvieron una amplia mayoría . En cualquier caso, en el ámbito rural de las zonas anteriormente citadas, la defensa de los principios tradicionales del Antiguo Régimen era dominante y lógicamente quedaba unida a las leyes tradicionales. El historiador Julio Aróstegui insiste en la complejidad del fenómeno carlista y subraya la idea expuesta en la frase anterior, aunque todavía se pregunta en qué proporción pudo influir la amenaza de expropiación de los bienes comunales que el liberalismo proyectaba en la radicalización de la población agraria del norte, temerosa seguramente de perder así un nivel económico y social bastante más satisfactorio y equilibrado que el del campesinado del centro y sur de España. Estaría además esta población rural, muy amante de las tradiciones, influida en ese sentido por las palabras de sus párrocos, entre los que se habría extendido igualmente la preocupación ante un programa de expropiaciones que afectaba directamente a las propiedades de la Iglesia.
  3.  Desde el punto de vista de las ideas, se considera al movimiento carlista bastante más pobre que al liberal. Los elementos de valía intelectual apoyaban en general las ideas liberales, con excepción del clero, que en general cerró filas en defensa del Antiguo Régimen. No en balde el ideario carlista apoyaba las ideas tradicionales de la Monarquía de derecho divino, la Religión católica y la Iglesia. Esta última, por tanto, tenía un móvil ideológico sin olvidar otro económico para apoyar al Carlismo: el liberalismo amenazaba a las propiedades eclesiásticas con sus proyectos de desamortización.

La guerra civil o primera guerra carlista.

La primera guerra carlista duró siete años y es un hito fundamental en la historia de la España del siglo XIX y, en cierta medida, de una parte del XX. La guerra entre carlistas y liberales que estalló en 1833 y terminó en 1840 fue la primera de las tres guerras civiles que enfrentaron a ambos bandos durante el siglo XIX. La segunda guerra carlista, que fue la de menor relieve, se desarrolló entre 1846 y 1849, y la tercera, que por el contrario alcanzará gran trascendencia histórica, comenzó en 1872 y finalizó en 1876. En todas estas contiendas los carlistas resultaron finalmente derrotados por los liberales, lo que permitió la consolidación del régimen constitucional y el declive del sistema foral defendido por los tradicionalistas.

El conflicto se desarrolló fundamentalmente en el País Vasco y Navarra pero los combates se extendieron también a diferentes zonas, preferentemente montañosas, de Cataluña, Aragón y Valencia. El Maestrazgo fue de hecho uno de los principales escenarios de la guerra. Todos estos territorios contaban con una base social campesina que defendía los modos de vida tradicionales y se prestó a luchar por la causa carlista. Algunas estimaciones llegan a cifrar en unos doscientos mil los muertos en una contienda extremadamente dura y sangrienta que habría alcanzado cotas de crudeza similares a las de la Guerra de la Independencia. La guerra tuvo repercusión en Europa y se veía como un duelo a muerte entre los dos grandes movimientos políticos enfrentados por aquel entonces en el continente. Francia y el Reino Unido brindaron su apoyo a los liberales mientras los grandes imperios de Austria, Prusia y Rusia lo prestaron a los carlistas .

La sublevación carlista contra Isabel II, la reina niña, y su madre María Cristina, la regente, nada más haberse producido el fallecimiento de Fernando VII, se adueñó pronto de buena parte del territorio vasco navarro y algunas zonas del valle del Ebro. Pero las capitales permanecieron bajo el control de los liberales. Ya se ha dicho que el movimiento carlista tenía su principal apoyo social en las áreas rurales, entre el clero y el campesinado. Por el contrario, en las ciudades, aunque no faltaban grupos de artesanos y agricultores de ideología tradicionalista, predominaba un amplio sector social de las clases altas, medias y de obreros, que simpatizaban con la causa liberal. En los núcleos urbanos, además, residían las principales guarniciones del ejército de la reina, lo que fortalecía a los liberales.

Así las cosas, la ocupación de las principales ciudades por parte de los carlistas se convirtió en una obsesión para éstos, dado que sin cumplir esa premisa sería imposible ganar la guerra. El sitio de Bilbao se convirtió en el principal episodio de la guerra en el norte durante los primeros años de la contienda. Allí murió el más importante de los generales carlistas, Tomás de Zumalacárregui, en 1835, y allí acabó derrotado el ejército tradicionalista, tras la batalla de Luchana, en 1836. Los liberales contaron en la defensa de Bilbao con al apoyo de la armada británica.

Tras el fallido intento de ocupar la capital vizcaína, los carlistas concentraron su atención en la tarea de extender su movimiento a zonas más amplias de España y lograr por fin su principal objetivo que era entrar en Madrid y hacerse con el poder. Se organizaron partidas de carlistas que protagonizaron marchas por diversos itinerarios de la península en busca de apoyos. Todas las regiones españolas debieron de formar sus propias partidas según Julio Aróstegui. En este periodo se generalizó la guerra de guerrillas durante la cual los liberales se vieron frecuentemente sorprendidos por el acoso y las emboscadas de los carlistas. Finalmente las tropas carlistas de la llamada expedición real llegaron a presentarse ante las puertas de Madrid pero el asalto definitivo a la capital de España no llegó a producirse.

Durante los últimos años de la guerra, se produjo un repliegue carlista hacia el norte, en donde nuevamente se instaló el teatro de operaciones. El cansancio y el hastío producido por la duración y la intensidad del conflicto favorecieron una política de aproximación entre los dirigentes de ambos bandos, que culminó en el llamado abrazo, acuerdo, pacto o Convenio de Vergara, suscrito en agosto de 1839, entre el general liberal Baldomero Espartero y el general carlista Rafael Maroto, que hizo fusilar a los oficiales de su ejército opuestos a la firma del compromiso. La guerra carlista terminaba así con un acuerdo que contenía un compromiso ambiguo de Espartero ante Maroto de mantenimiento de los fueros: Recomendará con interés al gobierno el cumplimiento de su oferta, que compromete formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los fueros . La guerra prosiguió en el Maestrazgo y Cataluña, donde el general Ramón Cabrera se hizo fuerte con sus tropas. La resistencia de los carlistas cedió en 1840, año en el que la contienda terminó definitivamente .

Los acontecimientos posteriores confirmaron la imposición creciente del liberalismo y sus criterios de uniformidad en la configuración de un régimen constitucional en el que las tradiciones forales representaban un elemento excepcional. A pesar de ello algunas peculiaridades jurídicas sobrevivieron en las provincias vascongadas y en Navarra. El propio ideario carlista se mantendría vivo aunque en un lento declive durante más de un siglo en sectores sociales rurales e incluso de las ciudades, hasta que el proceso general de urbanización y la liberalización de las mentalidades y de las costumbres sociales, desarrollado en España durante la segunda mitad del siglo XX, provocaron la descomposición del movimiento tradicionalista. Por la Ley de 25 de octubre de 1839 se confirmaban los fueros de las provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía. El gobierno, oídas las cuatro provincias, propondría a las cortes la modificación indispensable que en los mencionados fueros reclamen el interés de las mismas y conciliado con el general de la nación.

La llamada Ley Paccionada de Navarra de 16 de agosto de 1841 no respondió en realidad, a pesar de su nombre, a un proceso de negociación. En ella se estableció la conversión del reino de Navarra en provincia y la consiguiente pérdida de instituciones como las cortes, la diputación y el consejo (que cumplía funciones de carácter judicial), el traslado de las aduanas a los Pirineos, así como la prestación de servicios de armas y pago de impuestos indirectos, aunque conservaba su propio derecho civil y penal y su propia hacienda . Es verdad, sin embargo, que en realidad Navarra conservaba una diputación con más personalidad y autonomía que las demás provincias de España, manteniendo una serie de ventajas que se hicieron compatibles con el régimen constitucional y la nueva ley parece que tuvo aceptación entre los navarros.

El Decreto de 29 de octubre de 1841 para las provincias vascongadas se promulgó como consecuencia de los incidentes que durante ese mismo mes se produjeron en las citadas provincias contra el gobierno progresista y que Espartero reprimió por la vía de hecho y también por vía jurídica con esta nueva norma en virtud de la cual quedaban suprimidas las aduanas vascas, las juntas provinciales y las diputaciones forales, quedaba derogado el pase foral , y se homologaba al del resto de España el régimen de orden público y la administración judicial y municipal.

Sin embargo, el decreto no mencionaba y, por tanto, no suprimía, las peculiaridades contributivas ni las exenciones militares, cuyo disfrute futuro, eso sí, quedaba en un estado de inseguridad jurídica, aunque los sucesivos gobiernos prefirieron no entrar en esta cuestión conflictiva y, por tanto, no exigir la aportación de quintas (excepto en la Guerra de África de 1859) ni los donativos, que existían en los viejos fueros

A esta ley siguió el establecimiento de los Conciertos económicos, de 1878 y 1879, que se renovarían más tarde en 1904-1906 y 1925, en virtud de los cuales se establecía un régimen específico de abono de los cupos a la hacienda del Estado, pero ya lejos del régimen foral tradicional y de la institución del donativo.

El caso de los territorios de la antigua Corona de Aragón no fue conflictivo y, como ya quedó dicho en su momento, sus impuestos se homologaron al del régimen foral general con la Reforma fiscal de Mon y Santillán en 1845.

Como también se verá en el tema de la España de la Restauración, las peculiaridades históricas, unidas a las lingüísticas y al proceso de industrialización que durante el siglo XIX afectó muy especialmente al País Vasco y a Cataluña, favorecieron en estas regiones la aparición de movimientos nacionalistas .

 

El desarrollo del reinado de Isabel II.

El régimen político isabelino (1833-1868) fue decisivo en la ejecución del programa de desmantelamiento jurídico del Antiguo Régimen, que se consolidó durante la primera mitad del siglo XIX: en general, las viejas estructuras feudales quedaron jurídicamente desarticuladas en ese periodo. Así, el Antiguo Régimen como categoría histórica con una estructura social estamental desapareció del ordenamiento legal español. La extensión del constitucionalismo creó una estructura diferente de Estado y, en economía, definió un nuevo sistema de propiedad y libertad económicas que facilitarían el desarrollo de una economía de mercado.

El reinado de Isabel  II abarca el segundo tercio del siglo XIX (1833-1868), aunque parte de este tiempo corresponde a su minoría de edad (1833-1843). Efectivamente, en la cronología básica de la época isabelina, conviene precisar las fases principales que, tradicionalmente, se han distinguido para el estudio de este periodo:

  1.  La minoría de edad de Isabel II (1833-1843), dividida en dos periodos: la regencia de su madre, María Cristina de Nápoles (1833-1840), y la regencia del general Baldomero Espartero (1840-1843).
  2.  La mayoría de edad y reinado propiamente dicho de Isabel II (1843-1868), fase durante la cual se suceden varios periodos: la década moderada (1843-1854), el bienio progresista (1854-1856), el bienio moderado (1856-1858), el gobierno largo de la Unión Liberal (1858-1863) y, finalmente, el periodo de descomposición del régimen isabelino (1863-1868), en el cual sólo los moderados y algunos miembros de la Unión Liberal apoyaron a la Reina que, a la postre, se vio obligada a emprender el camino del exilio, perdiendo así la familia Borbón la corona de España.

 

Isabel II (1830-1904): Fue reina de España entre 1833 y 1868, aunque no alcanzó la mayoría de edad hasta 1843. Hija de Fernando VII y María Cristina de Borbón, tras la muerte del rey y durante su infancia se desarrolló la primera guerra civil entre carlistas y liberales. Tras las regencias sucesivas de su madre María Cristina y del general Espartero, se adelantó la proclamación de la mayoría de edad de la reina a noviembre de 1843, cuando apenas contaba 13 años. Prefirió confiar el gobierno a los moderados del general Narváez y, en todo caso, a la centrista Unión Liberal del general O’Donnell. Desconfió sin embargo de los progresistas a cuyo líder, el general Espartero, sólo entregó el gobierno por dos años tras el pronunciamiento de Vicálvaro en 1854. Durante su reinado se llevó a cabo la construcción jurídica del Estado liberal en España y se inauguraron las primeras líneas de ferrocarril y telégrafo. Isabel II tuvo que dejar España junto con su familia tras la revolución gloriosa de 1868 que provocó su destronamiento y la proclamación del régimen democrático. Se casó con su primo Francisco de Asís de Borbón (1822-1902) por exigencias políticas, pero su matrimonio fue auténticamente desgraciado y durante su exilio en Francia vivieron separados. Cedió sus derechos al trono a su hijo, que reinó con el nombre de Alfonso XII tras la restauración borbónica en 1874.

 

La época isabelina fue fundamental en el proceso de construcción de un Estado liberal en España y la política de los gobiernos persiguió en general ese objetivo: edificar una estructura jurídica, acorde con los principios de racionalidad y eficacia, que garantizara la igualdad y la libertad de los individuos. Su acción básica consistió en realizar la centralización, uniformización y jerarquización de las leyes y de las instituciones, leyes e instituciones que emanaban del principio de representatividad de la voluntad de la nación y que, por esta razón, habían de ser acatadas por todos.

¿Pero cómo se desarrolló todo este proceso? ¿Qué regímenes y fuerzas políticas participaron en él? ¿Cuáles fueron sus principales protagonistas y cuáles los acontecimientos que fueron jalonando esta historia durante la época isabelina? 

Lo cierto en todo caso parece ser que, al final de la década de los años veinte, ni los propios absolutistas creían unánimemente en la supervivencia de las instituciones del Antiguo Régimen y se inició entonces un cierto reformismo, tímido, que se ha dado en llamar reformismo fernandino, antesala de la denominada transición pactada,que hizo posible el paso del Antiguo al Nuevo Régimen entre los años 1832 y 1836. Durante esta fase, concretamente entre 1834 y 1836, antes del segundo restablecimiento de la Constitución de Cádiz, estuvo en vigor como norma principal el Estatuto Real, considerada una carta otorgada por el constitucionalista Joaquín Tomás Villarroya, al haber sido impuesta directamente por la Corona, aunque el mismo autor considera que puso fin al Antiguo Régimen en España .

La fase de la ruptura liberal , que siguió a la transición hacia el liberalismo, se desarrolló entre 1836 y 1843 y supuso el establecimiento de un sistema basado en la Constitución de 1837 y en importantes medidas legislativas, como la desamortización de Mendizábal, de corte manifiestamente liberal. Según dice Artola, en 1833 el conflicto armado entre isabelinos y carlistas determinó a la Reina María Cristina a transformar rápidamente el régimen para dar satisfacción a las aspiraciones de los liberales, única fuerza social capaz de mantener los derechos de su hija al trono .

La situación desembocaría en el régimen moderado, sustentado en la Constitución de 1845, concebida según los principios del liberalismo doctrinario, y protagonista principal de un largo proceso de construcción del nuevo estado liberal, sin más intervenciones al margen de los moderados que la de los progresistas en el bienio de 1854-56, tras el levantamiento de Vicálvaro, y la hegemonía centrista de la Unión Liberal entre 1858 y 1863, con el gobierno largo de O’Donnell. La revolución gloriosa (1868) puso fin al reinado de Isabel II, permitiendo posteriormente la creación de un sistema de monarquía parlamentaria y democrática, articulada en la Constitución de 1869.

 

Las corrientes del liberalismo.

Conviene recordar que el Estado liberal no tiene una única manifestación ni admite una sola definición posible puesto que el tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen no obedece a una fórmula exclusivamente ni es representativo del fenómeno únicamente lo sucedido en 1789 en Francia. De hecho este mismo país hubo de soportar un espectacular frenazo en su empuje revolucionario años más tarde. Hay que valorar por ello las distintas versiones políticas del liberalismo que llegaron a desarrollarse durante el siglo XIX.

Partiendo siempre de los principios de libertad, igualdad, propiedad y soberanía nacional, hay que matizar entre los distintos modos de entender el Estado liberal y su plasmación constitucional y jurídica. Además conviene referirse al régimen de Carta Otorgada, que en realidad no debe considerarse liberal pero es muy próximo en el tiempo a los regímenes liberales y pretende parecerse a éstos en cierta medida. Pero las dos manifestaciones del liberalismo son, por excelencia, el liberalismo doctrinario y el liberalismo democrático. El liberalismo doctrinario parece definir los términos de la implantación de una primera versión del régimen liberal que pervive durante largos periodos del siglo XIX en diferentes puntos de Europa. El liberalismo democrático, por su parte, defiende una concepción más amplia y participativa del sistema que el liberalismo doctrinario y su implantación, bastante tardía, no se generaliza hasta el siglo XX.

El régimen de carta otorgada, una simple apariencia de liberalismo.

El régimen de carta otorgada representa una apariencia de sistema constitucional en el marco del régimen europeo de la Restauración (hacia 1815) pero lo cierto es que apenas limita el poder del Rey y es un régimen por el cual el parlamento, cualquiera que sea su nombre, no tiene la iniciativa legal de ninguna de las dos maneras en que suele ejercerse: por la presentación de proyectos de ley o de enmiendas a esos proyectos. En este tipo de régimen cualquier iniciativa que adopte el parlamento se planteará previa consulta al gobierno y con la aquiescencia de éste. Con la referencia del inglés Burke, los franceses De Bonald y De Maistre son los principales teóricos del sistema de carta, llamada otorgada porque es el Rey quien, graciosamente, otorga derechos a otros protagonistas de la vida política .

El liberalismo doctrinario.

El liberalismo doctrinario, formulado en sus principios básicos por Royer Collard y sobre todo Benjamin Constant, defiende el postulado de que el voto ha de reservarse a los propietarios y a las capacidades. Sólo éstos disfrutan de la propiedad y el desahogo económico necesarios para disponer de un tiempo de ocio que dedicar al cultivo del raciocinio y de la inteligencia, facultades precisas para el ejercicio de los derechos políticos. Se trata, pues, de un sistema, restrictivo en cuanto a la participación, que defiende el sufragio censitario .

 La monarquía constitucional es el régimen resultante de esta doctrina puesto que el sistema es el fruto de la conjunción de la monarquía (herencia histórica de la nación) y del parlamento (en representación del pueblo que le ha elegido; representación electiva de la nación, por tanto). Esta coordinación es un elemento esencial para el sistema porque si en algún momento falla ya no se tratará de un sistema de monarquía constitucional sino de carta o de monarquía parlamentaria. En el siglo XIX lo que hay de manera homogénea son regímenes de monarquía constitucional, salvo el caso inglés que ya lo era, siempre según Artola, desde el siglo XVII .

El liberalismo democrático.

El liberalismo democrático, por su parte, retoma muchas de las ideas que el Liberalismo ha escrito y pretende llevarlas a la práctica. Como características más representativas defiende:

  1.  La igualdad política, es decir, rechaza toda desigualdad, toda restricción en el ejercicio del derecho de voto. No hay democracia sin sufragio universal, proclaman los revolucionarios franceses en 1848. Hay que ampliar el cuerpo electoral y perfeccionar el sistema electoral.
  2.  La soberanía popular -no la soberanía nacional-, porque la nación no es una entidad abstracta sino que es el pueblo, el conjunto de todos los individuos, el que tiene la soberanía. Hay que ampliar las competencias y el control de las instituciones representativas.
  3.  Las libertades han de ejercerse con más profundidad que en los regímenes del Liberalismo doctrinario. Por ejemplo: la libertad de prensa implica impedir toda censura previa o represión del poder e incluso cualquier dependencia financiera de éste.
  4.  La monarquía parlamentaria, en la que el parlamento efectivamente ha de ser decisivo en la vida política; para Artola es la versión más radical del liberalismo, aunque el propio historiador confiesa que no es idéntica la opinión de todos los analistas.
  5.  Los demócratas, sin embargo, acaban pronunciándose frecuentemente a favor de la República.

Los demócratas saben que cualquier desigualdad es una amenaza para el funcionamiento real de la democracia. La democracia no se conforma con obtener la igualdad jurídica y civil; busca también la igualdad social que garantice el ejercicio de las libertades en pie de igualdad por los individuos. Grupos de obreros y empleados medios apoyan, sobre todo en los medios urbanos, estos movimientos democráticos .

Los partidos políticos modernos, en concreto el partido electoral de masas, son una consecuencia del sufragio universal y no funcionan, con su organización propagandística y sus campañas electorales, en realidad hasta bien entrado el siglo XX. Entre el partido de notables y el partido electoral de masas, aparece el partido de aparato, más sólido que el modelo anterior porque tiene una estructura estable y un programa político .

 

Las corrientes liberales en la época isabelina: Liberales moderados y progresistas.

Con el régimen isabelino no sólo comenzó el desarrollo de un régimen liberal, sino también y en consecuencia, la participación de dos partidos políticos que fueron los más destacados en los años del reinado de Isabel II: el Partido Moderado y el Partido Progresista. Sólo un tercer partido, la Unión Liberal, un partido centrista, ideológicamente situado entre los dos anteriores, pudo además de ellos acceder al poder, en su caso ya en los últimos años de la monarquía isabelina.

En el caso de España, los llamados partidos de notables son los que impulsaron el liberalismo doctrinario y sustentaron a los gobiernos de ese corte ideológico. El historiador Borja de Riquer les llama liberales respetables. Pues bien, son estos notables los que dominarían los acontecimientos políticos en la primera mitad del siglo XIX, una vez instalados los liberales en el poder. Estos partidos estaban formados por grupos de élites económicas e intelectuales que carecen de contactos y bases populares . En España eran los moderados sus más genuinos representantes, pero en realidad tanto ellos como los progresistas durante el régimen isabelino aceptaron los términos del sistema, aunque con discrepancias entre sí. Los progresistas se mostraban partidarios de ampliar el censo electoral con derecho de voto, de una mayor libertad de expresión en la prensa, de unos ayuntamientos elegidos por los vecinos, de milicias populares que velaran por el orden constitucional y del juicio por jurados formados por los ciudadanos. Los moderados, en cambio, en pro del reforzamiento de la autoridad gubernativa y del orden público, eran partidarios de recortar todos estos derechos y rechazar la posibilidad de que existieran instituciones como la milicia nacional o el jurado.

En la práctica este régimen de funcionamiento, esta práctica política propia del régimen de monarquía constitucional se impuso en España durante el siglo XIX y, en opinión de Artola, durante buena parte del XX. Tres protagonistas tuvo la vida política del sistema: la Corona, el Parlamento y un tercer actor, el Gobierno, elegido libremente por la Corona. En la práctica, además, el poder judicial no intervino apenas, por lo que no se cumplía el principio de la división de poderes. La monarquía ejerció en España una función manipuladora determinando previamente el resultado de las elecciones, al designar a un gobierno para que éste las organizara y manipulase su desarrollo hasta lograr el resultado deseado. Este sistema era una constante que acabaría desvirtuando el sistema y consagró el alejamiento entre la España oficial y la España real. Isabel II confió siempre en los moderados y el resultado es que los progresistas sólo pudieron acceder al poder mediante pronunciamientos. Lo mismo les pasó a los demócratas cuando, con otros apoyos, forzaron la caída de la reina y la llegada del Sexenio democrático. Cánovas, discípulo de la historia reciente, organizaría desde 1875 un sistema que, sin abandonar sus vicios electorales, garantizó la alternancia de conservadores y liberales, permitiendo a la Restauración tener una larga supervivencia y controlar todos los pronunciamientos militares. Con el siglo XX llegaría la lenta pero inexorable descomposición del sistema por su propio alejamiento de la realidad del país.

El Partido Moderado.

El Partido Moderado tenía como base a los grupos sociales temerosos de las alteraciones de orden público observadas en los levantamientos protagonizados por los progresistas y que podrían llevar al país a una situación de inestabilidad. Se supone que representaban los intereses de nobleza, alta burguesía financiera, alto funcionariado. Pero su mensaje de orden recibió el respaldo de sectores económicos y sociales diversos. Incluso de grupos fueristas en algunos momentos de la primera guerra carlista. Aunque algunos de los primeros integrantes del liberalismo moderado, como es el caso de Francisco Martínez de la Rosa, gobernaron con anterioridad, aprobándose entonces el Estatuto Real, la época de hegemonía más destacada fue la de 1843 a 1854, periodo en el que gobernaron España sin interrupción alguna.

Los principios básicos de su programa eran:

  1.  La restricción de la soberanía nacional, que pasaba a estar compartida por el Rey y las Cortes, según los principios del liberalismo doctrinal, recogidos en la Constitución de 1845.
  2.  La restricción del derecho de voto a una minoría muy reducida, por la aplicación del sufragio censitario, reservado a una minoría de propietarios o de ilustrados.
  3.  La administración de la justicia por magistrados y jueces profesionales designados por las autoridades del Estado.
  4.  El mantenimiento del orden público, bastión fundamental del sistema que debe asentarse sobre la base de la consolidación de las instituciones y del desarrollo económico.

Dentro del moderantismo había tres tendencias:

  1.  La propiamente moderada, que encabezaban Ramón María de Narváez y Pedro José Pidal, militar el primero y civil el segundo. Narváez y Pidal fueron los principales gobernantes en la España isabelina durante años. Bajo su poder se redactaron las más importantes leyes del moderantismo (la Constitución de 1845, la Ley Electoral de 1846, la Ley de Ayuntamientos y Diputaciones, la Ley de Hacienda y la Ley de Imprenta, todas ellas también de 1845).
  2.  La de los puritanos, encabezada por Joaquín Francisco Pacheco, que se opuso a la línea restrictiva de las libertades aplicada por Narváez y Pidal y deseaba un entendimiento y una alternancia en el poder con los progresistas, bajo la Constitución de 1837, realizada por estos últimos.
  3.  La de los autoritarios, representada por el Marqués de Viluma y Juan Bravo Murillo, influida por la tradición del absolutismo y partidaria de un pacto con los carlistas, que aspiraba a un régimen de carta otorgada que redujera sensiblemente la representatividad y funciones de las Cortes, hasta el extremo de que el Senado debería a su juicio ser una cámara hereditaria y nobiliaria.

El Partido Progresista.

El Partido Progresista databa como grupo del Trienio liberal pero se consolidó en los años de la primera guerra carlista. El progresismo ocuparía muy pocas veces el poder aunque su impronta modernizadora es evidente en el proceso legislativo desarrollado. Por la evidente inclinación de la Corona hacia los moderados, y habida cuenta de la manipulación sistemática que los gobiernos hacían de los resultados electorales, el partido progresista no tuvo más remedio que recurrir a los pronunciamientos para alcanzar el poder (levantamiento de La Granja en 1836 y de Vicálvaro en 1854).

Sus principios programáticos eran:

  1.  La monarquía parlamentaria, definida en la Constitución de 1837, asentada sobre el principio de la soberanía nacional (con ampliación del derecho de sufragio censitario), la división de poderes y la responsabilidad de los ministros del gobierno, con la intención de limitar el poder real.
  2.  La concesión de una gran autonomía municipal, amplia declaración de libertades (con disminución de las restricciones a la libertad de expresión escrita), juicio por jurados formados por ciudadanos y defensa del sistema constitucional mediante la intervención de la milicia nacional, de extracción popular.
  3.  La realización de profundas transformaciones económicas para el desarrollo del mercado interior: movilidad de la propiedad de la tierra (desamortizaciones de 1837 y 1855), fomento de una red de comunicaciones eficaz (Ley de Ferrocarriles de 1855), desarrollo del sistema crediticio y financiero.

Su presencia en el gobierno fue corta pero intensa en cuanto a actividad legislativa.

En el progresismo se observan varias tendencias:

  1.  El grupo dominante, organizado alrededor de la figura de Baldomero Espartero, presidente del Consejo de Ministros en varias oportunidades y regente entre 1840 y 1843, que mantuvo el programa del progresismo aunque durante el bienio de 1854-56 pactase con los centristas de O’Donnell.
  2.  Los resellados, próximos a los moderados. Su personaje más destacado era Manuel Cortina.
  3.  Los puros, así llamados desde el bienio de 1854-56, que se alejaron de Espartero y siguieron defendiendo los principios del progresismo. De entre ellos, ya en 1849, habían surgido ya los demócratas, marginados del sistema político hasta la revolución de 1868.

En la clientela progresista figuraban grupos de intelectuales destacados como Saturnino Olózaga, Laureano Figuerola o Pascual Madoz y  amplios sectores sociales de la pequeña burguesía, los funcionarios y los artesanos. Los barrios populares de las grandes ciudades y especialmente de Madrid se fueron decantando a favor de los partidos demócratas y republicanos, decepcionados por las actuaciones políticas de los progresistas.

Las diferencias esenciales entre los moderados y los progresistas.

En resumen, las cuestiones ideológicas y sobre todo de programa y estrategia de acción política que separaban y enfrentaban a moderados y progresistas eran esencialmente las siguientes:

  1.  La participación política, con un sufragio más o menos amplio, una cuestión de cantidades que provocaba un aumento de los individuos con derecho a voto por iniciativa de los progresistas y una reducción del censo si dependía de los moderados.
  2.  La libertad de expresión y la ley de imprenta, concebidas de una manera más restrictiva por los moderados que por los progresistas.
  3.  La liberalización de la economía, con la consiguiente desamortización de los bienes muebles e inmuebles de la iglesia y otras corporaciones y la implantación de una nueva economía basada en la libertad de producción y el comercio, que los progresistas impulsaron en cuanto tuvieron oportunidad y los moderados en muchos momentos frenaron.
  4.  Los valores culturales y espirituales, con un sentimiento de anticlericalismo acusado entre los progresistas y de conservadurismo y entendimiento con las instituciones eclesiásticas entre los moderados.
  5.  La ley de ayuntamientos, en la que se discutía si los alcaldes han de ser elegidos por la población, como proponen los progresistas, o por la autoridad del gobierno central, según el planteamiento de los moderados.
  6.  El jurado, institución popular encargada de exculpar o condenar a los acusados en los procesos judiciales, que los progresistas promovían y los moderados rechazaban.
  7.  La milicia nacional, institución concebida como una fuerza popular de defensa  del régimen constitucional cuándo éste se viera amenazado por sus adversarios, promovida por los progresistas y rechazada por los moderados, partidarios a su vez de un cuerpo profesional y permanente que garantizase el orden público.

La Unión Liberal, entre moderados y progresistas.

Con el tiempo aparecería la Unión Liberal, una solución política intermedia y centrista entre moderados y progresistas, aunque las valoraciones de algunos historiadores consideran más bien que se trataba de un partido cuya política consistía fundamentalmente en una continuación de la desarrollada por los moderados. En cualquier caso el nuevo partido de centro pudo gobernar España prácticamente en solitario entre 1558 y 1863, tras haber participado previamente en algunos gobiernos de coalición. La Unión Liberal había nacido como consecuencia del miedo de la burguesía ante el avance de las ideas democráticas (sucesos revolucionarios de 1848 en Europa con la caída de la monarquía liberal en Francia desbordada por la república democrática, desarrollo de los movimientos obreros, etc.) y de la crisis del moderantismo que ya en 1851 parecía evolucionar a posiciones cercanas al absolutismo.

En 1854, tras el levantamiento de O’Donnell, algunos sectores de moderados y progresistas suscribieron la publicación del Manifiesto de la Unión Liberal-la unión de los liberales- que recogía lo esencial de su programa y en el que se proclamaba:

  1.  La soberanía nacional, expresada en la representación de las cortes constituyentes y la Corona.
  2.  La milicia nacional, la libertad de imprenta, la elección popular de los ayuntamientos, las reformas económicas y tributarias...

Tras el bienio progresista, se interrumpió el proceso constituyente por lo que el proyecto elaborado pasa a la historia como la Constitución non nata de 1856. O’Donnell desplazó a Espartero de la presidencia del Consejo y desarrolló un programa ecléctico con los siguientes puntos:

  1.  La existencia de derechos y libertades pero sometidos al control del poder de forma que la prioridad del orden público es absoluta en la política de gobierno.
  2.  El impulso del desarrollo económico, aplicando las medidas de desamortización, apertura a las inversiones y expansión de la red de ferrocarriles propuestas por los progresistas.
  3.  La conciencia de la necesidad de reducir el papel de la Corona, limitando su continua intromisión en la política, sin que en la práctica tal proyecto de restricción trascendiera. De hecho, la aprobación del Acta adicional de O’Donnell, en julio de 1856, liberalizaba la Constitución de 1845 contra el parecer de los moderados y restablecía el sistema de juicio por jurados, limitando el poder regio y regulando la elección de senadores y la reunión de cortes como mínimo cada 4 meses. Pero Narváez forzó la abolición del Acta de O’Donnell, un mes después de que ésta hubiera entrado en vigor, sustituyéndola por una nueva, el Acta adicional de Narváez,  que restauraba el Senado de carácter elitista. Esta situación se prolongó hasta que la presión progresista, ya en plena crisis del régimen isabelino, logró que el acta de Narváez fuera abolida definitivamente en 1864.

Las fuerzas políticas fuera del sistema.

Hay otras fuerzas políticas que, a todos los efectos, quedaron fuera del sistema durante la monarquía isabelina. Estas fuerzas son:

  1.  Los demócratas, cuyo ideario quedó definido en el Manifiesto de 1849, aunque tuvieron que esperar a la llegada de una nueva revolución para implantar sus valores fundamentales: los derechos individuales (seguridad, inviolabilidad de domicilio, libertad de expresión...), los colectivos (libertad de reunión, de asociación...) y los principios, ya fueran políticos (soberanía nacional, monarquía constitucional, división de poderes, igualdad ante la ley...), o administrativos, tal como los llamaba el Manifiesto (supresión de quintas, ejército voluntario, instrucción primaria obligatoria...), o económicos (reforma fiscal, desamortización, libertad de comercio...). El programa práctico de gobierno comprendía la aplicación de lo antes enunciado, incluyendo la implantación del sufragio universal, la milicia nacional (de la que podrían formas parte todos los electores) y la libertad de imprenta, con un jurado que resolvería en los casos de delito de prensa. Su única participación parlamentaria fue en las cortes constituyentes del bienio progresista, manifestándose con su voto en contra del reinado de Isabel II. Durante ese periodo estuvieron al frente de acciones de presión callejera -sobre todo apoyándose en la milicia nacional- para conseguir medidas democratizadoras de los gobiernos de Espartero .
  2.  Los carlistas, que tras sus intentos armados fallidos (1833-1840 y 1846-1849), insistieron en alejarse del liberalismo y de la línea familiar de Isabel II.

 

El papel del ejército.

Es cierto que en la realidad del liberalismo español del siglo XIX se aprecia una constante que es la permanencia del constitucionalismo. Desde 1834 estuvo siempre vigente una carta constitucional hasta el final del siglo XIX y mucho después, concretamente hasta 1923. Sin embargo la realidad del Estado liberal en España se vio determinada por dos factores:  uno era el intervencionismo militar y las injerencias de las camarillas y grupos influyentes en Palacio, lo que desvirtuaría la validez del sistema de elección por sufragio, por la corrupción de los métodos de recuento de votos; otro era la permanencia de un sistema que no renunciaba a sus principios liberales sobre el papel pero estaba en la práctica influido por poderes fácticos poco partidarios del Nuevo Régimen, con la intervención de los militares al frente de los partidos y de los gobiernos frecuentemente, impidiendo en definitiva la democratización política y social. El papel de los militares, conocidos como espadones, en su condición de generales del ejército y líderes políticos, fue decisivo para determinar la imposición de regímenes y gobiernos en la España liberal. Así sucedió con el general Baldomero Espartero, jefe de los progresistas, con el general Ramón María de Narváez, jefe de los moderados, y con el general Leopoldo O’Donnell, jefe de los unionistas. El propio general Francisco Serrano destacó más tarde por su participación en calidad de militar y político en el advenimiento y gobierno del Sexenio democrático.

En estas circunstancias el constitucionalismo permanecería como rasgo esencial del Estado liberal pero la falta de representatividad del sistema impidió la integración en éste de una serie de grupos y fuerzas emergentes durante el siglo: primero, los progresistas, frecuentemente marginados por la monarquía isabelina, después, los republicanos, nacionalistas y movimientos obreros, en el tiempo de la Restauración borbónica (1875-1923). Ni siquiera durante el Sexenio democrático (1868-1874), que separa el régimen isabelino de la Restauración, fue posible acoger a todas las fuerzas políticas y sociales. La injerencia de los militares en la política era mucho más trascendental que la voluntad de los electores .

 

Ramón María de Narváez (1800-1868): Nacido en Loja, provincia de Granada, fue militar y político liberal, máximo dirigente del Partido Moderado y hombre fundamental durante el reinado de Isabel II, que confió plenamente en él. Defendió la causa liberal durante el trienio y acumuló méritos militares durante la primera guerra carlista en los frentes vasconavarro y aragonés. Enfrentado ya desde los tiempos de la guerra carlista con Espartero, Narváez desde el exilio en París conspiró contra el regente y fue uno de los jefes de la sublevación militar que logró derribarle en 1843. Convertido entonces en líder de los liberales moderados, presidió o controló en la sombra los gobiernos de la década moderada que fue decisiva para la construcción jurídica del Estado liberal español. Sólo el jurista Bravo Murillo, en 1851 y 1852, dio a su política de gobierno una orientación ajena a los criterios de Narváez, con una concepción más autoritaria que la del general. Frenó algunas de las reformas progresistas y procuró reforzar el poder del gobierno central y garantizar el orden público sin concesiones a la oposición. Después del bienio progresista, volvió a gobernar en 1856 y, tras el gobierno largo de O’Donnell, en 1864 y 1866. En los últimos años del reinado de Isabel II, compartió con O’Donnell el esfuerzo por salvar el trono de los Borbones. Murió siendo jefe del gobierno y a los pocos meses la reina tuvo que emprender el camino del exilio.

 

Baldomero Espartero (1793-1879): Nacido en Granátula, un pueblo de la provincia de Ciudad Real, era hijo de un artesano constructor de carruajes. Participó como soldado voluntario en la resistencia contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y más tarde permaneció en América en las filas del ejército español que luchó por impedir la emancipación de las colonias americanas. Regresó a España en 1825 y pasó a formar parte del grupo de militares conocido como los ayacuchos, que estuvieron por aquellos años en las recién perdidas colonias. Participó también en la primera guerra carlista en el frente vasconavarro y en 1836 fue nombrado jefe del Ejército del Norte. Dirigió la batalla de Luchana cuyo desenlace obligó a los carlistas a levantar el sitio de Bilbao y completó la victoria de los cristinos en 1839 con la firma del Convenio de Vergara, que aseguró la pacificación del norte y la derrota del absolutismo. Por estos triunfos recibió sucesivamente los títulos de Conde de Luchana y Duque de la Victoria. Rodeado de un gran prestigio político y militar, se erigió en líder del Partido Liberal Progresista. En 1840 se enfrentó a la reina María Cristina, a la que sustituyó como regente. En 1843, presionado por la oposición de moderados y progresistas, hubo de renunciar a la regencia dejando paso al reinado en mayoría de edad de Isabel II. Se exilió en Inglaterra y no regresó a la primera línea de la política hasta 1854, año en el que se inició el bienio progresista tras el pronunciamiento de Vicálvaro. Durante los dos años de dominio del progresismo, el gobierno presidido por Espartero impulsó reformas políticas y socioeconómicas pero el general O’Donnell logró desplazarle del poder en 1856. Se retiró entonces a vivir a Logroño, abandonando definitivamente la política. Llegó a recibir una propuesta del general Prim, a la sazón jefe del gobierno, para ser votado por las Cortes democráticas como rey de España en 1870 pero rehusó la oferta. El nuevo rey, Amadeo I de Saboya, le concedió el título de Príncipe de Vergara.

 

Leopoldo O’Donnell (1809-1867): Militar constitucionalista y político liberal, nació en Santa Cruz de Tenerife. Participó durante la guerra carlista en el frente norte y luchó más tarde en el Maestrazgo y Bajo Aragón contra los carlistas del general Cabrera. Obligó a éste a levantar el sitio de Lucena lo que le valió el título de conde de Lucena. Refugiado en Francia durante la regencia de Espartero, conspiró contra el caudillo progresista sin éxito. En 1854 se levantó contra el gobierno moderado en Vicálvaro y acabó siendo ministro de la Guerra en el gobierno de Espartero durante el bienio progresista. Creó entonces la Unión Liberal, partido con vocación de centrista entre moderados y progresistas del que fue líder hasta su muerte. De hecho en su actuación política mantuvo posturas progresistas en algunos aspectos (propuesta de mayor representatividad del Senado, fomento de las desamortizaciones, jurados para los delitos de imprenta…) y moderadas en otros (aceptación de la Constitución de 1845, prioridad del orden público, disolución de la milicia nacional…)  Aunque ya presidió un breve gobierno en 1856, su etapa más brillante fue la del gobierno largo que él presidió entre 1858 y 1863. En esos años promovió el desarrollo de los ferrocarriles españoles y emprendió varias campañas militares en el extranjero. La victoria en la guerra de Marruecos le valió el título de duque de Tetuán.

Auto acordado: Determinación que adopta un consejo o tribunal supremo con asistencia de todas las salas que lo integran.

Las Partidas: Cuerpo legal promulgado en el siglo XIII por el rey Alfonso X, que regulaba las leyes de Castilla y establecía el sistema sucesorio de la Corona, primando el derecho de los hijos del monarca, varones primero y mujeres después, al trono.

Pragmática: Ley emanada de autoridad competente que se distinguía de los reales decretos y de las órdenes en la fórmula de su publicación. En el caso de España, el rey mandaba su publicación pero ésta debía realizarla el Consejo de Castilla.

Sucesos de la Granja: Acaecidos entre el 16 de septiembre y el 1 de octubre de 1832, en este lugar de la provincia de Segovia donde la Corona tenía un palacio de verano. La Granja se convirtió en el escenario de las presiones de partidarios de Carlos María Isidro o de Isabel, de realistas y liberales, ejercidas sobre Fernando VII, ante las noticias alarmantes sobre el estado de salud de éste, lo que le llevó por dos veces a cambiar su resolución final sobre cómo debía regularse legalmente la sucesión al trono. Fueron primero ministros, embajadores y aristócratas realistas los que convencieron al rey y su esposa. Después, los liberales reaccionaron, reclutaron a un grupo de personas que recorrieron el real sitio de La Granja gritando vivas a María Cristina e Isabel y acudieron sus políticos y personajes más destacados a la residencia real para manifestar su apoyo a la causa isabelina. La infanta Luisa Carlota, hermana de la reina, al conocer la derogación de la Pragmática Sanción, se desplazó rápidamente a la Granja en donde su mediación resultó ser decisiva para la nueva y definitiva rectificación del monarca.

Martínez de Velasco, Ángel; Sánchez Mantero, Rafael y Montero, Feliciano. Siglo XIX. Colección “Manual de Historia de España”, volumen 5. Historia 16. Madrid, 1990, pp. 144-150.

  Esta frase textual y las ideas anteriormente expresadas pertenecen al artículo del profesor Julio Aróstegui,  titulado “Carcas” y “guiris”. La génesis del carlismo, aparecido en el número 13, de mayo de 1977, de la revista mensual “Historia 16”, páginas 58-63. Carcas y guiris eran los apelativos con que se denominaba entre el pueblo, como recuerda el profesor Aróstegui, a carlistas y liberales, respectivamente, durante el siglo XIX.

Estos tres elementos fundamentales del carlismo los identifica, siguiendo entre otros a Julio Aróstegui, el historiador Rafael Sánchez Mantero, autor del capítulo “De la Regencia de María Cristina a la Primera República”, perteneciente al libro de Ángel Martínez de Velasco, Rafael Sánchez Mantero y Feliciano Montero, titulado Siglo XIX, publicado por Historia 16 en Madrid en 1990 y que corresponde al volumen 5 de la colección “Manual de Historia de España”, pp. 160-162.

Germán Rueda recuerda esta cuestión en El reinado de Isabel II. La España liberal. Colección “Historia de España”, volumen 22. Ediciones Historia 16/Temas de Hoy. Madrid, 1996, p. 96. Frente a la teoría tradicionalmente aceptada de la hegemonía fundamental de los carlistas en el medio rural, ya expuesta por Raymond Carr, Alfonso Bullón de Mendoza y otros historiadores han insistido en que, sin menoscabo de ello, algunas ciudades del norte como Bilbao o Pamplona, reflejaron una mayoría carlista en las elecciones de 1869, primeras celebradas por sufragio universal, por lo que la influencia de los carlistas no sólo se dejaría sentir en los pueblos y localidades con poca población.

Conviene consultar mapas que muestren el desarrollo de la primera guerra carlista.

Hay que analizar y comentar el fragmento del Convenio de Vergara que aparece en el Apéndice de textos.

La historia del Carlismo hasta 1876 es comentada en síntesis por Julio Aróstegui en los artículos titulados “Carcas” y “guiris”. La génesis del Carlismo y Años de oro y sangre, incluidos en el informe “Los carlistas”, elaborado por varios historiadores y publicado en el número 13, de mayo de 1977, de la revista mensual “Historia 16”, páginas 58-70.

Navarra aportaría en adelante una única contribución directa y fija, cuya cuantía no se alteró hasta 1876 y que resultaba sensiblemente inferior a las obligaciones que el resto de las regiones tenía con el erario del Estado: además, del total de esa contribución 1/6 parte se quedaba finalmente en Navarra para atender a necesidades propias.

El pase foral era una institución de valor más simbólico que práctico en virtud de la cual las instituciones forales podían tradicionalmente pedir a la Corona la revisión de una ley que pudiera considerarse como atentatoria contra el régimen foral.

La disposición derogatoria segunda de la Constitución española de 1978 dice textualmente con respecto a las leyes que suprimieron los fueros vascongados durante el siglo XIX: En tanto en cuanto pudiera conservar alguna vigencia, se considera definitivamente derogada la Ley de 25 de octubre de 1839 en lo que pudiera afectar a las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya.

En los mismos términos se considera definitivamente derogada la Ley de 21 de julio de 1876.

En el País Vasco, el nacionalismo se gesta alrededor de la población rural y un sector de la pequeña burguesía. El recelo ante la llegada de inmigrantes para trabajar en la pujante industria siderúrgica vasca en los últimos años del siglo fomenta una actitud defensiva, cimentada en unas ideas de corte tradicional, celosas defensoras de la tradición católica y de los elementos de identidad cultural de la tierra.  Se forja entonces el ideario nacionalista de Sabino Arana y el Partido Nacionalista Vasco. En Cataluña la burguesía del textil mantiene ya desde la década de los treinta del siglo una pugna tenaz por proteger su industria. Esta circunstancia unida a la preocupación por la lengua y la cultura catalanas -promovidas por el movimiento de la Renaixença- acaba cuajando en un movimiento político que en los comienzos del siglo XX se articulará en la Lliga.

Tomás Villarroya, Joaquín. Breve historia del constitucionalismo español. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1982, segunda edición, pp. 33 y 44.

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Espadas, Manuel, y Urquijo, José Ramón de. Historia de España. 11. Guerra de Independencia y época constitucional. Gredos. Madrid, 1990, p. 294.

Crouzet, M. Historia General de las Civilizaciones. VI. Destino. Barcelona, 1977, pp. 285-286.

El Manifiesto del Partido Democrático se recoge en Artola, Miguel. Partidos y programas políticos.1808-1936. II. Manifiestos y programas políticos. Alianza Editorial. Madrid, 1991, primera edición, pp. 37-45.

Bahamonde, Ángel, y Martínez, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX. Historia de España. Serie Mayor. Cátedra. Madrid, 1994, pp. 13-23.

 

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