La guerra de Independencia (1808-1814): guerra y revolución

 

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La guerra de Independencia (1808-1814): guerra y revolución resumen y tema

 

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La guerra de Independencia (1808-1814): guerra y revolución

 

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3.1. La guerra de Independencia (1808-1814): guerra y revolución.

 

España en la Europa napoleónica.

Tras los años de radicalización que dieron lugar a la ejecución del rey Luis XVI y la sustitución de la monarquía por la república en 1793, la Francia revolucionaria conoció desde 1795 especialmente un proceso de moderación y creciente conservadurismo que culminó en 1799 con la formación de un Directorio encabezado por el general Napoleón Bonaparte. Éste se proclamó primero cónsul único y vitalicio y más tarde emperador de Francia (1804). Propugnando los principios revolucionarios pero desarrollando una política autoritaria, bien vista por la aristocracia y la alta burguesía francesa, Napoleón creó un imperio en el centro y sur de Europa, formando una serie de estados satélites con regímenes constitucionales gobernados por miembros de la familia Bonaparte.

España, que había abandonado la política de alianza y pactos de familia desarrollada a lo largo del siglo XVIII con Francia, después del estallido de la revolución en 1789, volvió a colaborar con en el país vecino tras el giro conservador que Napoleón había dado a su política. España se alió con Francia en su lucha contra Inglaterra por la hegemonía marítima y, de hecho, la flota española quedó muy dañada tras la derrota hispano francesa de Trafalgar a manos de los ingleses en 1805. Napoleón pretendía el apoyo de España para ocupar Portugal, que era una plataforma estratégica de gran importancia para Inglaterra, a la que deseaba asfixiar el emperador francés. En octubre de 1807, Francia y España firmaron el Tratado de Fontainebleau, suscrito por Napoleón Bonaparte y Manuel Godoy, el poderoso valido del rey Carlos IV. El acuerdo abría las puertas de la Península Ibérica al ejército francés para que éste, atravesando el territorio español, llegase hasta Portugal. En noviembre las primeras tropas francesas entraron por la zona del río Bidasoa y, a comienzos de 1808, continuaron entrando por Cataluña y Navarra. Cuando Godoy se percató de que Napoleón quería controlar también el territorio español era ya tarde y se vio desbordado por la situación.

En marzo de 1808 estalló el motín de Aranjuez, conspiración de los opositores a Godoy, encabezados por el heredero del trono, Fernando de Borbón, Príncipe de Asturias. La conspiración promovió un tumulto popular, que terminó con el asalto a la residencia familiar. Godoy fue arrestado y el rey Carlos IV se vio obligado a abdicar en su hijo Fernando. Una semana después las tropas francesas entraban en Madrid. Napoleón obligó a todos los miembros de la familia real a abandonar España camino de Francia. En virtud de las abdicaciones de Bayona, de mayo de 1808, Fernando VII devolvía el derecho de reinar a su padre y Carlos IV, a su vez, abdicaba en favor de Napoleón y su familia.

José Bonaparte fue designado por su hermano rey de España con el nombre de José I, que fue soberano de un régimen basado en la Constitución de Bayona, aprobada en 1808. La constitución estaba inspirada directamente por el emperador francés y era otorgada por el rey José I a sus súbditos. Parece que la dominación francesa tuvo poca aceptación popular aunque es cierto que contó con el apoyo de un grupo de ilustrados, partidarios de aplicar reformas y modernizar el país: los afrancesados. Lo cierto es que si el día 5 de mayo se firmaron las abdicaciones de la familia real en Bayona y el día 10 fue proclamado nuevo rey José I, unos pocos días antes, el 2 de mayo de 1808, se había producido en Madrid una sublevación popular que fue reprimida duramente por el ejército francés. Comenzaba la Guerra de la Independencia.

 

La Guerra de la Independencia: carácter, desarrollo y consecuencias.

La Guerra de la Independencia española se prolongó de 1808 a 1814. Aunque su repercusión ha sido grande en la historia de España, no se puede olvidar el hecho de que formó parte de los múltiples conflictos habidos por esos años entre la Francia napoleónica y las monarquías tradicionales de Europa.

La Guerra de la Independencia: su carácter según las corrientes historiográficas.

En su libro Guerra de la Independencia y época constitucional (1808-1898) , los historiadores Manuel Espadas Burgos y José Ramón Urquiaga Goitia, destacan la polémica historiográfica que desde la propia celebración de la contienda y hasta el presente se mantiene sobre la definición del carácter fundamental que tuvo el conflicto. Las diferentes denominaciones que la Guerra de Independencia ha recibido responden al enfoque histórico con que haya sido estudiada: Guerra de la Independencia -el nombre más empleado-; Guerra de España -por su dimensión de conflicto entre españoles (no hay que olvidar a los afrancesados, partidarios del rey José I Bonaparte)-;  Guerra Peninsular -denominación empleada por los historiadores ingleses-;  Guerra Nacional e incluso Guerra Popular.

Los historiadores militares la han abordado desde un punto de vista eminentemente estratégico, destacando la evolución que las tácticas y formas de hacer la guerra experimentaron en aquel tiempo, gracias sobre todo al genio de Napoleón Bonaparte. Autores ya clásicos como José Gómez Arteche o Carlos Martínez de Campos o más recientes, como Miguel Alonso Baquer o Juan Priego, han estudiado el conflicto atendiendo a su desarrollo bélico, valorado de manera muy diferente desde la perspectiva de los ingleses, de los franceses o de los españoles. Una obra clásica como la del Conde de Toreno, ya contempla tres aspectos fundamentales: el levantamiento popular, la guerra y la revolución .

Fue sobre todo la historiografía española -deudora en buena parte de la francesa- la que acuñó la expresión de Guerra de la Independencia, contribuyendo así a consolidar el sentimiento de nación española frente a la amenaza de un enemigo exterior. La historiografía isabelina interpretó sin excepciones los acontecimientos del 2 de Mayo de 1808 como la primera gran manifestación de los españoles como nación; la guerra fue entendida como una epopeya nacional por encima de objetivos políticos partidarios . Antes incluso, esa necesidad de una Historia nacional vinculada a esta guerra se ve en la obra de Alberto Lista y hasta, antes de que la propia guerra estallase, en Melchor Gaspar de Jovellanos, cuando afirmaba que España carecía de una historia nacional que reflejase sus episodios más destacados.

Esta corriente historiográfica, estimulada por la guerra y por el proceso de revolución liberal, dio forma a la visión de la lucha de 1808 con un protagonismo casi exclusivo del pueblo español, minimizando al máximo la ayuda militar inglesa; una lucha inspirada por el sentimiento de independencia, de defensa de la religión católica y del sentimiento monárquico, como integrantes de la esencia del ser nacional español. Para el historiador José María Jover el símbolo histórico de la unidad de la gente española y de su capacidad de autodecisión y defensa frente a unos poderes continentales acerca de los cuales el pueblo español mantendrá durante todo el siglo XIX un desvío muy justificado en su memoria colectiva.

Por su parte los historiadores extranjeros han observado el conflicto desde su propia perspectiva nacional, diferente por tanto de la española. De ahí que, en los últimos tiempos, se haya venido insistiendo, sobre todo por parte de los historiadores del hecho militar, en la complejidad de la guerra y en la necesidad de analizarla considerando múltiples factores y perspectivas, hasta el punto de tener en cuenta la existencia de dos guerras simultáneas: una guerra española, por una parte, y, por otra, una guerra peninsular, entendiendo ésta como un conflicto inserto en el gran enfrentamiento europeo contra Napoleón, del que Inglaterra fue permanente protagonista.

Naturalmente, los intereses de Inglaterra no eran los mismos que los de España en la guerra. Para Inglaterra era prioritario frenar a Napoleón y proteger a Portugal, tradicional aliada y plataforma naval de los ingleses. Por lo menos hasta 1809. Pablo de Azcárate, en su biografía del general Wellington, recuerda que todavía después de esa fecha la colaboración inglesa con los ejércitos españoles queda relegada a segunda término y sólo podrá tomarse en consideración en la medida en que estas operaciones puedan contribuir a la defensa de Portugal, objetivo básico y fundamental de la operación . Pero, al parecer, Wellington siempre consideró necesario fundir ambas guerras y ésa fue la norma de su estrategia desde sus bases portuguesas, penetrando por los valles del Duero, Tajo y Guadiana en los frentes españoles.

La distinta manera de enfocar la cuestión de cómo había de llevarse a cabo la guerra afectó incluso a los Bonaparte. Mientras el rey José I intentaba desde Madrid formar un ejército nacional y obtener una base de apoyo de afrancesados lo más amplia posible, el emperador francés, Napoleón, creó su eje básico en Burdeos-Bayona-Fuenterrabía-Tolosa-Vitoria-Burgos para, desde allí, intervenir en España.

Parece haber acuerdo entre historiadores españoles y extranjeros en el sentido de que la guerra fomentó el sentido de unidad y el sentimiento de nación entre los pueblos de España. Los españoles lucharon contra el invasor francés, bien en guerra de guerrillas, bien integrados en el ejército regular. Las bases de la actuación militar debieron de residir sobre todo en cuatro importantes centros urbanos: Oviedo, Zaragoza, Valencia y Sevilla. Como observa el historiador Miguel Alonso Baquer, la rebeldía española (...) intentará engendrar ejércitos en torno a estas cuatro ciudades. Una vez ganada la región circundante, cada pequeña base de operaciones -o santuario invulnerable a las columnas francesas- establecerá contactos con el santuario más próximo por itinerarios que ni se aproximen a Madrid ni topen frontalmente con el eje estratégico principal del coloso francés. Esta será la primera idea estratégica de los españoles en armas. En síntesis, significaba la posibilidad de una maniobra convergente sobre Madrid .

La Guerra de la Independencia: fases de desarrollo.

Se han llevado a cabo distintas formas de definir las fases de la guerra desde su inicio en 1808 hasta su final en 1814. El historiador Miguel Artola propuso hace ya años una ordenación sencilla de las grandes etapas del conflicto:

Primera fase (1807 y 1808) de ocupación por los franceses de puntos estratégicos en la península. Previa, incluso, al comienzo de la guerra, esta fase supuso efectivamente la ocupación pacífica por el ejército francés de zonas de gran importancia estratégica en la España peninsular según lo acordado en el Tratado de Fontainebleau. Una vez planteada la contienda tras la expulsión de los Borbones, los franceses contaban con unos 100.000 hombres, distribuidos sobre todo por la mitad norte de España, si se exceptúan Asturias y Galicia. Las tropas españolas disponían de unos efectivos similares, pero con un armamento de peor calidad. El enfrentamiento más importante de esta fase fue la inesperada victoria española en Bailén en julio de 1808, protagonizada por el general  Francisco Javier Castaños. La victoria tuvo un gran valor moral para los españoles. Gerona y Zaragoza, lugares estratégicos en la expansión militar francesa hacia el sureste, resistieron el primer asedio enemigo. Tras la derrota, Napoleón Bonaparte se presentó en España al frente de un poderoso ejército de unos 150.000 soldados, permaneciendo desde octubre de 1808 hasta enero del año siguiente. Los franceses se aseguraron el control del norte y se prepararon para avanzar hacia el sur.

Segunda fase (1809-1812) de predominio francés.Siguieron las campañas de 1809, con resultados negativos para las tropas españolas y sus aliados británicos y portugueses. El predominio de los franceses en la península era ya un hecho en gran parte del territorio, pese al desembarco inglés en La Coruña. Cayeron Zaragoza y Gerona, tras resistir estas ciudades tenazmente al ejército francés . El despliegue militar de los invasores llegó hasta la costa valenciana y Andalucía donde, sin embargo, resistió Cádiz, sede de la Cortes españolas. La guerra de guerrillas, planteada por la resistencia española como medio de hostigamiento permanente al ejército francés por los medios más diversos, hizo más incómoda su presencia en territorio peninsular a las tropas invasoras. El resultado fue que buena parte del ejército francés tuvo que realizar asimismo labores de policía, planteándose una guerra total que provocó en consecuencia un estado de tensión permanente entre invasores e invadidos. En 1810, los franceses llevaron a cabo un redoblado esfuerzo para acabar con la contienda española. Las fuerzas desplazadas se aproximaron a los 270.000 hombres. A mediados de 1811 teóricamente la mayor parte del territorio peninsular estaba bajo control francés pero en realidad se trataba de una ocupación en precario por las características de la resistencia española. En su ofensiva hacia los puntos clave de la resistencia peninsular los franceses experimentaron un doble fracaso: no pudieron tomar Cádiz ni tampoco Lisboa, la capital portuguesa.

Tercera fase (1812-1814) de ofensiva angloespañola y derrota francesa. La guerra había derivado hacia una fase de desgaste durante los años de 1811 y 1812.  La guerrilla fue decisiva manteniendo múltiples focos de resistencia frente al ejército francés. Además, Napoleón se vio obligado a desplazar tropas desde España hasta el frente ruso en donde el curso de las operaciones bélicas había tomado un rumbo gravemente adverso para los franceses. Éstos aún mantenían en territorio peninsular unos 200.000 hombres que, sin embargo, no pudieron evitar sendas victorias angloespañolas en las batallas de Salamanca y Arapiles, bajo la dirección del general británico Arthur Colley Wellesley, futuro duque de Wellington, en junio y julio de 1812 respectivamente. El rey José I Bonaparte tuvo que abandonar Madrid y trasladar la corte a Valencia. Andalucía quedaba definitivamente a salvo de la ocupación francesa.

En los inicios de 1813 los franceses conservaban un ejército de unos 100.000 y aún controlaban el eje Madrid-Burgos-Bayona hacia el norte. Mientras, los españoles contaban con 130.000 soldados más los 70.000 de los ejércitos angloportugueses mandados por el duque de Wellington. En la primavera de 1813, José I fijó la corte en Valladolid pero pronto tuvo que retirarse ante el avance del ejército aliado por el valle del Duero. Los aliados se presentaron en el verano de 1813 en el norte cosechando victorias sucesivas en las batallas de Vitoria (junio), Pamplona (agosto), San Marcial y San Sebastián (septiembre). Las tropas aliadas angloespañolas, ante el desmoronamiento enemigo, llegaron a invadir territorio francés, presentándose en Tarbes y Toulouse en marzo y abril de 1814 respectivamente.

Fernando VII ya había sido liberado por Napoleón tras la firma del Tratado de Valençay (diciembre de 1813). El rey cruzó la frontera en marzo de 1814. El 11 de abril se firmó el armisticio. Fernando VII volvió a asumir el gobierno tras su regreso al trono oficialmente en mayo. La retirada francesa se completó en junio de 1814 aunque la derrota estaba consumada con anterioridad .

La Guerra de la Independencia: sus consecuencias.

El desenlace de la guerra provocó la aparición de un nuevo marco de relaciones políticas y sociales en España. Este nuevo marco, siguiendo a varios destacados y ya consagrados historiadores del periodo, se puede caracterizar por:

  • El descenso demográfico.

La población padeció una situación de penuria, entre graves daños materiales, temores, inquietudes, fatigas y penalidades, cuando no la muerte . El tifus, la disentería, las calenturas en las cárceles, diezmaron a una población subalimentada y la crisis de subsistencias eliminó a los más débiles. En 1809-10 y 1812 se produjeron las mayores mortandades .

  • La nueva correlación de fuerzas políticas y económicas al concluir la guerra. Manuel Tuñón de Lara, Gabriel Tortella y Antoni Jutglar hacen hincapié en algunas de ellas . En el orden político, penetró el liberalismo en España a través de las Cortes de Cádiz y el proceso legislativo que éstas impulsaron con la aprobación de la Constitución de 1812 como hito principal. Aunque todas estas novedades legales e institucionales no entraron en vigor apenas era ya un hecho el primer ensayo de toma del poder por parte de los liberales y el enfrentamiento de éstos con los defensores del Antiguo Régimen. En el orden económico, según Tortella, la guerra trajo el desastre económico a España. Se cortó de raíz el proceso de crecimiento económico iniciado durante la segunda mitad del siglo XVIII, con la destrucción del comercio hispanoamericano y la rápida desintegración del Imperio español en América. Las buenas perspectivas que ofrecía América a los comerciantes catalanes -apunta Jutglar- se frustraron. La actividad económica productiva se vio frenada mientras el país sufría graves pérdidas materiales y humanas.
  • El resquebrajamiento de la sociedad estamental.

La estructura socioeconómica de la España de 1808 seguía vigente en 1814 porque las innovaciones legislativas de Cádiz fueron rápidamente anuladas por el rey Fernando VII. Pero la difusión de las nuevas ideas era un hecho y las fuerzas del liberalismo permanecerían unidas por el recuerdo después de 1812. La acción revolucionaria de Cádiz se convirtió en su bandera. Además el régimen señorial chocaba ya con resistencias populares al pago tradicional de rentas y los súbditos comenzaron a rechazar el sistema feudal desde antes de su abolición en Cádiz . No había una conciencia nacional uniforme sino que se caminaba más bien hacia una bipolarización creciente entre la sociedad rural por una parte, sometida a la influencia tradicional de clero, y la sociedad urbana de la España costera, por otra, en donde influían cada vez más los valores liberales y burgueses .

  •  La formación de un ejército liberal.

Las características militares de la guerra influyeron decisivamente en la configuración del ejército español del siglo XIX, que estaría dividido hasta la llegada de la España de la Restauración, en los últimos días de 1874. De hecho, más tarde volvería a estarlo, durante la Segunda República y la Guerra civil, entre 1931 y 1939. En 1808, el pueblo tomó las armas, nombró a sus propios generales para ir al combate y acabó con el privilegio exclusivo que disfrutaban los nobles del mando sobre las tropas. Campesinos como Mina, mozos de mulas como El Empecinado o pastores como Jáuregui se convirtieron en caudillos militares. Las altas graduaciones seguían al final de la guerra en manos de los nobles pero las clases medias irían accediendo a la oficialidad en las siguientes generaciones .

  •  El endeudamiento del Estado.

La Hacienda española, que ya atravesaba graves dificultades, se vio muy empobrecida con la guerra, sufriendo una grave y profunda crisis durante todo el primer tercio del siglo XIX. Los gastos aumentaron mientras los ingresos disminuían agravando el déficit del Estado. La necesidad de préstamos ahogó al Estado, cada vez más atrapado por las deudas .

  •  La pérdida de las colonias.

Aunque España no renunció a sus colonias americanas, como ponía de relieve el artículo 1 de la Constitución de Cádiz, los acontecimientos de 1808 y años sucesivos en suelo peninsular debilitaron el poder político español en América. Frente a las apelaciones de los gobiernos afrancesados y las juntas para que se acatase su autoridad, lo cierto es que la situación de crisis peninsular favorecía cualquier movimiento de insurrección que pudiera surgir en las colonias. Hacia 1810 arrancaba el proceso de independencia de los países hispanoamericanos, que fue fulgurante .

 

La revolución: las cortes de Cádiz y la Constitución de 1812.

Para realizar un adecuado estudio del proceso legislativo y constituyente de Cádiz conviene en primer término recordar que se trata, para el historiador francés Jacques Godechot y sus seguidores, de un episodio destacado dentro de la etapa de revoluciones de carácter liberal que viven algunas zonas de Europa y América en el tránsito del siglo XVIII al XIX. El liberalismo, estrechamente relacionado con la Ilustración, es la ideología inspiradora de este proceso. Los ejemplos de las revoluciones liberales acaecidas en los Estados Unidos de Norteamérica, a la vez que se independizaba de Inglaterra en 1776, y en Francia en 1789, impulsaron las transformaciones jurídicas pero el principal estímulo fue, en ese momento, la coyuntura que atravesaba España, en plena Guerra de la Independencia y con buena parte del territorio peninsular ocupado por los franceses.

El ideario del liberalismo.

Frente al Antiguo Régimen, en los siglos XVII y XVIII había surgido una corriente de pensamiento capaz de elaborar un sistema político, económico y social abiertamente enfrentado al Antiguo Régimen. Este conjunto de propuestas se denominaba con carácter general liberalismo porque partía del principio de la existencia de una serie de libertades inalienables del individuo para justificar su programa de reformas. Las ideas liberales proponían un nuevo régimen político representativo de poderes limitados y repartidos, un nuevo orden social con la supresión de los estamentos y el desarrollo de la libertad económica.

El liberalismo pretende establecer un nuevo régimen político basado en los principios liberales, según los cuales:

  • La soberanía no debe corresponder al rey sino a la nación, entendida ésta como una comunidad con una trayectoria histórica común, que habla una lengua determinada y habita un territorio concreto. El pueblo delega el poder, por medio del voto, en las cortes o el parlamento.
  • El Estado no será ya patrimonio de la Corona, como sucedía en el Antiguo Régimen, sino un conjunto de instituciones creadas para garantizar los derechos de los ciudadanos: la propiedad, la libertad de opinión, la igualdad ante la ley, la libertad de imprenta, las garantías en un proceso judicial...
  • El rey no está por encima de las leyes, por lo que debe jurar la Constitución, que es la ley fundamental del Estado. Para que el Estado sea gobernado sin tiranía debe haber una separación de poderes repartidos entre instituciones diferentes e independientes, de manera que esté garantizado el control mutuo y el equilibrio entre poderes: el poder ejecutivo, asumido por el rey, que lo ejercería a través del gobierno y sus ministros; el poder legislativo, ejercido por las Cortes que, en representación de la nación, deben debatir y votar la aprobación de las leyes, y, finalmente, el poder judicial, desempeñado por los jueces, que actuarán en los diferentes tribunales de justicia.
  • Se suprime el régimen señorial, que durante el Antiguo Régimen auspiciaba una dispersión territorial y jurisdiccional poco favorable para el gobierno efectivo de toda la nación por una misma institución. El estado liberal debe organizarse en entidades territoriales racionalizadas (departamentos, provincias...), organizadas todas ellas en instituciones públicas (diputaciones provinciales, ayuntamientos...) responsables de la administración.

La supresión de los estamentos y su sustitución por la sociedad de clases permitirá la proclamación de la igualdad de los individuos ante la ley y los impuestos. Las diferencias sociales no desaparecerán aunque el principio de igualdad de oportunidades se proclame como un valor consustancial al pensamiento social de los liberales. Ya no será el derecho de cuna sino las diferencias profesionales y de nivel de renta las que provocarán las diferencias entre las clases sociales.

La actividad económica ha de ser libre y espontánea, regulada por el libre juego de la oferta y la demanda en el mercado. El Estado no deberá interferir en ella, salvo para garantizar el cumplimiento de la ley, la defensa del territorio y el mantenimiento de la red de comunicaciones. Los principios fundamentales por los que debe regirse la actividad económica son los siguientes:

  •  Las propiedades vinculadas tradicionalmente a la Corona, la Iglesia o las instituciones municipales deberán ser desamortizadas, es decir, deberán ser puestas a la venta y pasar a manos privadas, a propietarios individuales, por lo que no podrá haber trabas que impidan su venta. El objetivo de las desamortizaciones es animar el mercado y fomentar el desarrollo de la productividad y el aumento de la riqueza.
  •  Deben ser abolidos los monopolios, de manera que las condiciones de producción, transformación y circulación de bienes tiene que garantizarse en un régimen de libre iniciativa y libre competencia.
  •  La supresión de los gremios da paso a la libre creación de empresas y a la libertad de contratación. De este modo desaparecerán los límites legales que impiden la prolongación de la jornada laboral, la reducción de los salarios... Paralelamente quedarán prohibidas las asociaciones gremiales. En el nuevo sistema, los que posean el capital organizarán la producción y las ventas (capitalismo).

Sobre la base de estos fundamentos ideológicos los liberales pretendían construir una nueva estructura política. Se trataba de vincular el concepto de Estado y los elementos que lo integraban con los principios del liberalismo, dando así lugar al nacimiento de lo que se ha dado en llamar Estado liberal. Pero la cuestión no es tan sencilla como en principio puede parecer .

El Estado, además de ser el sujeto que ejerce el poder sobre un determinado territorio, es un concepto que, particularmente en el siglo XIX, aparece ligado al de Nación. Estado y Nación aparecen unidos por el pensamiento político en tiempos de la Revolución Francesa cuando al concepto de estado estamental y de instituciones señoriales, propio del Antiguo Régimen, se opone el formulado por Jean Jacques Rousseau en El Contrato Social, enunciando el nuevo y revolucionario concepto de soberanía nacional: la soberanía como producto de un contrato social;  el Estado como resultado de la voluntad general y depositario de la soberanía.

El Abate Sieyès, en su célebre opúsculo titulado ¿Qué es el Tercer estado? Define nación como un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura,  identifica la nación con el Tercer Estado, identifica el Estado con la ley y, en definitiva, tiene una concepción eminentemente jurídica de la cuestión.

La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada por la Asamblea nacional de Francia el día 26 de Agosto de 1789, afirma que el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella (artículo 3). De la soberanía de la nación deriva la soberanía de la ley, a la que se alude hasta once veces entre los artículos 5 al 11 de la citada declaración:

  • Artículo 6. La ley es la expresión de la voluntad general.
  • Artículo 10. Ningún hombre puede ser inquietado por sus opiniones, ni siquiera religiosas.

De la Revolución Francesa surge un nuevo concepto, el de Estado-Nación, la unión de los ciudadanos en el Estado nacional, lo que implica fundamentalmente la construcción de un Estado nacional, la construcción de la nación desde la acción del Estado. Esta nueva concepción crea escuela entre los liberales europeos del siglo XIX que promueven la consagración de este modelo de organización política propicio para la eliminación del absolutismo y la rápida expansión del capitalismo.

Frente a esta concepción jurídica de la nación y del estado, Johann G. Herder, J. Gottlieb Fichte y Giuseppe Mazzini, en pleno siglo XIX, son defensores de un nuevo concepto de nación, no necesariamente ligado al de estado, que defiende la pertenencia a una nación como rasgo de identidad de un pueblo con una lengua o una serie de elementos culturales comunes a todos sus miembros y peculiares frente a otros pueblos.

Si se atiende a las afirmaciones de Juan Pablo Fusi, entre otros, el Estado liberal español pretendió construir un estado nacional durante el siglo XIX aunque son muchos los analistas -José Ortega y Gasset y Manuel Azaña, entre otros- que consideraron fracasado el intento. De ahí derivaría en parte la aparición de los nacionalismos sin estado, basados en argumentos de índole cultural, que todavía hoy plantean objeciones al proceso de consolidación política del Estado español .

El proceso político de la revolución de Cádiz.

Durante los meses de mayo y junio de 1808 se formaron en España, como respuesta a la invasión francesa y al vacío de poder existente tras la salida de la familia real, una serie de juntas locales y provinciales de las que finalmente surgió una Junta Central encargada de organizar y dirigir la resistencia contra los franceses. El primer presidente de la Junta Central fue el antiguo ministro Floridablanca, ya anciano. En enero de 1810 se disolvió esta Junta dando paso a una Regencia, órgano formado por cinco miembros cuya función era ejercer el poder supremo en la España resistente al invasor mientras el rey Fernando VII permanecía en el exilio. Tanto la Junta Central como la Regencia contaron en sus filas con personas de talante liberal que además de armonizar el esfuerzo bélico de los españoles procuraron modificar conforme a su ideario el régimen político, hecho que representaba una novedad de capital importancia en la historia de España. Por esta razón, cuando en 1810 la Regencia decidió convocar Cortes, éstas se organizaron según un criterio ajeno a la vieja tradición estamental. Las Cortes fueron convocadas conforme a una instrucción que establecía su formación por diputados que representarían individualmente a las diversas provincias, en número proporcional a la población de cada territorio y que serían elegidos por la población masculina mayor de 25 años con residencia demostrada en la zona electoral correspondiente.

La ciudad de Cádiz, sede de la Junta Central y después de la Regencia, era un lugar seguro, un reducto fundamental de la resistencia contra el ejército francés, además de constituir un núcleo de gran pujanza mercantil. A Cádiz lógicamente le correspondió el honor de acoger las sesiones de Cortes y por tanto a los nuevos diputados, en su mayoría provenientes de las zonas no ocupadas y también en algunos casos, aunque fueran los menos, de las áreas ocupadas por los franceses. Pero lo normal es que muchos diputados fueran suplentes, que a menudo se hallaban en Cádiz cuando las Cortes iniciaron su actividad en septiembre de 1810. Estas Cortes prolongaron su tarea legislativa y constituyente durante un año y medio aproximadamente.

Sus componentes los cifró el historiador Melchor Fernández Almagro, según unos datos  repetidos posteriormente por múltiples autores, en 97 eclesiásticos, 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 37 militares, 16 catedráticos, 8 nobles y unos 35 individuos que tenían la condición de propietarios, comerciantes, escritores y médicos. En general se considera que en las Cortes se vivió un enfrentamiento entre una mayoría liberal, partidaria de promover un régimen constitucional de soberanía nacional, y una minoría defensora del absolutismo. Entre los liberales figurarían como diputados más destacados el Conde de Toreno, Francisco Martínez de la Rosa, Diego Muñoz Torrero y, sobre todo, Agustín de Argüelles, considerado principal promotor del nuevo régimen constitucional nacido en Cádiz. Una interpretación tradicional de la estructura interna de aquellas Cortes es la del historiador Federico Suárez, que distingue tres grupos en su seno: uno conservador, defensor en su integridad del Antiguo Régimen; otro renovador, partidario de cambios pero defensor en última instancia de la tradición; un tercero innovador, el de los llamados doceañistas, partidario de aplicar los principios de la Revolución Francesa, que al final impondrá sus criterios, aun sin tener la mayoría.

La tarea que desarrollaron las cortes de Cádiz tuvo dos dimensiones, necesariamente relacionadas entre sí: desmantelar las estructuras del Antiguo Régimen y construir uno nuevo. Por esta razón, las cortes compaginaron las medidas de supresión de los derechos señoriales y de los privilegios estamentales en general, con una intensa actividad legislativa orientada a la instauración de un nuevo sistema.

El desmantelamiento del Antiguo Régimen se llevó a cabo mediante la aprobación de una serie de nuevas normas como la ley de abolición del régimen señorial (en agosto de 1811), el decreto de inicio de la desamortización eclesiástica (en junio de 1812), el decreto de conversión en propiedad individual de las tierras de propios , baldíos y realengos (en enero de 1813), el decreto de libertad de elección de trabajo (en junio de 1813). La construcción de un nuevo régimen, aunque fundamentalmente marcada por la aprobación en 1812 de una constitución, implicó también la aprobación de una serie amplia de reformas de carácter político e institucional (1810-1812), social (1811-1813) y económico (1813-1814). Así, una serie de decretos emanados de las cortes de Cádiz reconocía la soberanía nacional en la responsabilidad legislativa de las propias cortes, promovía la organización de España en provincias con un jefe político y una diputación al frente de cada una de ellas, suprimía los consejos asesores del rey con excepción del Consejo de Estado, disolvía los estamentos asumiendo la igualdad de todos ante la ley y los impuestos y reconocía la libertad de cultivo, producción industrial, transporte y compraventa de artículos sin límite de precios.

El significado y el contenido de la Constitución de Cádiz.

Sabido es que el Estado liberal persigue la construcción de un sistema jurídico, acorde con los principios de racionalidad y eficacia, que garantice la igualdad y la libertad de los individuos. Su acción básica consiste en la centralización, uniformización y jerarquización de las leyes y de las instituciones, leyes e instituciones que emanan por el principio de representatividad de la voluntad de la nación y que, por esta razón, han de ser acatadas por todos. ¿Pero cómo ocurre todo este proceso? ¿Qué regímenes y fuerzas políticas participan en este proceso? ¿Cuáles son sus principales protagonistas y cuáles los acontecimientos que van jalonando esta historia?

En la historia del siglo XIX en España, el desarrollo del Estado liberal vive varias etapas fundamentales y la acción institucional y legisladora de las Cortes de Cádiz (1810-1814) representa un periodo de definición del nuevo tipo de estado, basado en los principios del liberalismo, cuya estructura básica se recoge en la Constitución de 1812. En efecto, la Constitución de 1812 fue el marco jurídico en el que se definió el primer régimen liberal de la historia de España y la tarea legislativa de las cortes, una vez finalizada la fase constituyente, consistió en desarrollar dicha constitución mediante la aprobación de una serie de normas de menor rango y superior concreción que lo establecido por la norma suprema .

Fueron los grupos de liberales, innovadores según denominación del historiador Federico Suárez, los que con Agustín Argüelles y el Conde de Toreno al frente impulsaron la aprobación de esta constitución que, por su amplitud y minuciosa elaboración, representaba en efecto una auténtica definición del Nuevo Régimen. Con la Constitución de Cádiz toma cuerpo el Nuevo Régimen jurídico, queda definido el Nuevo Régimen en términos conceptuales pero desde el punto de vista práctico habrá que esperar tiempo todavía para ver hecha realidad su aplicación. Su existencia se ve interrumpida por el decreto de abolición de la citada norma constitucional, que promulga el rey Fernando VII a su regreso del exilio en 1814.

Miguel Artola destaca la figura del Conde de Toreno, revolucionario de 1808, diputado en las Cortes de Cádiz y presidente del Consejo de Ministros más tarde, por ser el primero en asociar Guerra de Independencia y revolución. En realidad, asegura Artola, los partidarios del régimen liberal emprendieron la construcción de un Nuevo Régimen y la configuración de una nueva sociedad en Cádiz, pero su temprana victoria, en ausencia del Rey, no se consolidaría sino a través de una dura lucha que se prolongó durante tres décadas, en las que sucesivamente ejercieron el poder, sufrieron persecución y combatieron en una guerra civil, antes de consolidar su victoria inicial. Y añade el historiador Miguel Artola: La burguesía, con una conciencia de clase que los acontecimientos pondrían de relieve, veía cerrada su promoción social por la existencia de privilegios estamentales y no podía consolidar su situación económica al no encontrar vía de acceso a la propiedad de la tierra.

La Constitución de Cádiz consagra un régimen liberal, caracterizado esencialmente por:

  •  La existencia de una monarquía moderada (artículo 14), con poderes restringidos (artículo 172) en una nación que no es ya patrimonio de nadie (artículo 2) y por tanto tampoco del Rey.
  •  La soberanía de la nación (artículo 3). De hecho la nación española la forman todos los españoles de ambos hemisferios (Art. 1) en su condición de ciudadanos libres (Art. 2). Por eso es la nación la que establece las leyes y protege los derechos de la ciudadanía (artículos 3 y 4). De hecho y conforme al ideario liberal, el objetivo último del sistema es alcanzar el bienestar y la felicidad de los españoles (Art. 13).
  •  La división de poderes, que atribuye el poder ejecutivo al Rey (artículo 16), el poder legislativo a las Cortes y al Rey (Art. 15) y el poder judicial a los tribunales de justicia (Art. 17). El monarca tiene el poder ejecutivo y es responsable de garantizar el orden público interior y la seguridad exterior (Art. 170) con la ayuda permanente del ejército (Art. 356). Las Cortes y el Rey tienen el poder legislativo. Las Cortes son las que elaboran, discuten y votan las leyes pero la aprobación de éstas no es posible sin la sanción del Rey, que puede vetar durante dos periodos legislativos la promulgación de una ley aunque está obligado a autorizar la entrada en vigor de dicha norma si los diputados, por tercera vez, la propusieran (Art. 142 y 147). Sólo a las Cortes corresponde fijar los impuestos (Art. 338). Las Cortes están formadas por una sola cámara (Art. 27) que se elige por sufragio universal indirecto en tres niveles: uno por parroquias, otro por partidos judiciales y otro provincial. En cada nivel se eligen unos compromisarios que van eligiendo a su vez a otros hasta que finalmente se designan los diputados provinciales en Cortes (Art. 34). Pueden votar los varones mayores de 25 años que demuestren ser vecinos de una localidad y para ser candidato hace falta ser varón mayor de 25 años, con naturaleza o larga residencia acreditada en la provincia correspondiente y un cierto nivel de renta  (Art.. 45, 91 y 92).
  •  Los derechos de los españoles, en un marco de respeto a la libertad, la igualdad y la libre propiedad que la nación debe proteger (artículo 4). Entre sus derechos, los españoles disfrutan de garantías concretas ante una posible detención (Art. 287) e inmunidad ante el Rey (Art. 172), no pueden sufrir pena de muerte o tormento (Art. 303) y gozan de libertad de expresión escrita o imprenta (Art. 371). El derecho a la propiedad libre y particular es consustancial al liberalismo. De hecho el texto constitucional vincula este derecho al anhelo típicamente liberal de la riqueza como fuente de bienestar material y felicidad de la nación, objetivo principal del Gobierno. Pero los ciudadanos contraen también deberes a cambio como el amor a la patria (Art. 6) y la fidelidad a la constitución (Art. 7). Deberán contribuir a la Hacienda del Estado en proporción a sus haberes (Art. 8 y 339) y prestar servicio militar a la nación (Art. 9 y 361).
  • Se crea la milicia nacional, formada por los ciudadanos, que deberán intervenir en defensa de la Constitución cuando la integridad de ésta peligre (Art. 362). La milicia nacional, propia de legislaciones progresistas, no tiene carácter permanente y sólo actuará en circunstancias extraordinarias (Art. 364).
  • La organización del Estado según un criterio centralista y uniforme. La Constitución garantiza un marco jurídico compartido e igual para todos y los códigos civil, criminal (penal) y de comercio (mercantil) consagran esta igualdad jurídica (artículos 248 y 258), que afecta al sufragio, los impuestos (Art. 8 y 339), el servicio militar (Art. 9 y 361), la educación (Art. 366 y 368) y un amplio abanico de libertades y derechos. Se crea toda una estructura piramidal de instituciones en distintos niveles de jerarquía e implantación territorial, que pretenden aplicar la legislación liberal en términos de igualdad entre todos los ciudadanos. La provincia es la división territorial creada para organizar el buen funcionamiento del Estado en cada zona.

De las instituciones centrales, con sede en la capital, proceden las decisiones que rigen en todo la nación. El Rey con su gobierno ejerce el poder ejecutivo, que el jefe provincial en asuntos políticos y el intendente en asuntos económicos deben aplicar en cada provincia. Ambos son designados y destituidos por el soberano y actúan en su nombre durante su mandato. Se establecen también las diputaciones provinciales, presididas por el correspondiente jefe provincial, que se concibieron como órganos responsables de la gestión político administrativa y económica. Los diputados que acompañan al presidente son elegibles en cada provincia por los ciudadanos censados en ella y con derecho a voto. Igualmente elegibles por los vecinos son los ayuntamientos, que se instauran como órganos de gobierno en los municipios españoles. La elegibilidad de estos cargos se ajusta a las normas previstas para la elección de los diputados en Cortes.

Por lo que se refiere al poder judicial, se instauran el Tribunal Supremo de Justicia (artículo 259), las audiencias provinciales (Art. 262) y los partidos judiciales con sus jueces de ámbito comarcal (Art. 273). Los alcaldes ejercen de jueces en los pequeños municipios (Art. 275).

  • Una grave contradicción con el liberalismo que aparece en la invocación a Dios (del preámbulo) y en la confesionalidad católica del Estado. En efecto, la católica es la religión de todos los españoles y la única verdadera según el texto constitucional (artículo 12). Todos los niños deberán ser instruidos en el Catecismo en el nivel básico de enseñanza (Art. 366).

Hay algunas otras reservas que hacer a esta proclamación de principios de libertad e igualdad que la Constitución contiene. Se entiende que la igualdad se aplica en general a la población masculina, conforme a la concepción del liberalismo dominante durante el siglo XIX. Las mujeres padecen agravios y discriminaciones evidentes, sobre todo en cuanto al ejercicio activo de los derechos políticos y la igualdad de oportunidades en materia económica y educativa. Las mujeres no tienen derecho al voto derecho ni a la educación pública, según especifica la legislación que desarrolla el texto constitucional. La igualdad ante la justicia (Art. 248), la igualdad de códigos (Art. 258) y el libre comercio sin trabas aduaneras dentro del territorio español se enuncian como una realidad válida para toda la nación, pero el propio articulado de la Constitución acepta que la plena libertad de circulación comercial no se aplicará hasta que las Cortes lo determinen (Art. 254), en clara referencia a las reservas que planteaba la supresión de las aduanas propias de las que disfrutaban las provincias vascas y Navarra.

Espadas Burgos, José Manuel, y Urquijo Goitia, José Ramón. Historia de España. 11. Guerra de la Independencia y época constitucional (1808-1898). Editorial Gredos. Madrid, 1990, primera edición, pp. 23-25.

Conde de Toreno. Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Madrid, 1835-37.

Espadas Burgos, José Manuel, y Urquijo Goitia, José Ramón. Historia de España. 11. Guerra de la Independencia y época constitucional (1808-1898). Madrid, 1990, primera edición, p. 23.

Citado en Espadas Burgos, José Manuel, y Urquijo Goitia, José Ramón. Historia de España. 11. Guerra de la Independencia y época constitucional (1808-1898). Editorial Gredos. Madrid, 1990, primera edición, p. 23.

Citado en Espadas Burgos, José Manuel, y Urquijo Goitia, José Ramón. Historia de España. 11. Guerra de la Independencia y época constitucional (1808-1898). Editorial Gredos. Madrid, 1990, primera edición, p. 23.

Citado en Espadas Burgos, José Manuel, y Urquijo Goitia, José Ramón. Historia de España. 11. Guerra de la Independencia y época constitucional (1808-1898). Editorial Gredos. Madrid, 1990, primera edición, p. 25.

Desde el 20 de diciembre de 1808 hasta el 20 de febrero de 1809 se prolongó el cerco de Zaragoza en los célebres sitios que narra Benito Pérez-Galdós en los Episodios Nacionales.

  • Bahamonde y Martínez respetan en realidad las fases principales de la Guerra de la Independencia propuestas por Artola en su obra: Bahamonde, Ángel, y Martínez, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX. Historia de España. Serie Mayor. Cátedra. Madrid, 1994, pp. 31-40.

Nadal, Jordi. La población española (siglos XVI-XX). Editorial Ariel. Barcelona, 1976, p. 132.

Aymes, J. R. La Guerra de la Independencia en España (1808-1814). Editorial Siglo XXI. Madrid, 1974, p. 105.

Tuñón de Lara, Manuel y otros. Antiguo Régimen  e industrialización en la España del siglo XIX. Editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1977. Síntesis.

Tuñón de Lara, Manuel y otros. Antiguo Régimen  e industrialización en la España del siglo XIX. Editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1977, pp. 74-75.

Tuñón de Lara, Manuel. La España del siglo XIX. Editorial Laia. Barcelona, 1973, p. 9.

Tuñón de Lara, Manuel. La España del siglo XIX. Editorial Laia. Barcelona, 1973, p. 20.

Nadal, Jordi. La población española (siglos XVI-XX). Editorial Ariel. Barcelona, 1976, pp. 27-28.

Artola, Miguel. Antiguo Régimen y revolución liberal. Editorial Ariel. Barcelona, 1979, p. 37.

La síntesis sobre las ideas del capitalismo procede esencialmente de Fernández Madrid, Mª Teresa, y otros. Historia 2º Bachillerato. Editorial Mc Graw Hill. Madrid, 1997, primera edición, pp. 47-48. El estudio explicativo de la ideología liberal puede completarse con la lectura y comprensión del estudio que sobre el particular aparece en: Duverger, Maurice. Instituciones políticas y Derecho Constitucional. Editorial Ariel. Barcelona, 1980, pp. 196-202. Conviene leer el texto sobre la teoría y la práctica del liberalismo escrito por el historiador Miguel Artola en su obra: Artola, Miguel (Director y autor). Historia de España. 5. La burguesía revolucionaria (1808-1874). Madrid, Alianza Editorial, 1990, pp. 11-13.

Touchard, Jean. Historia de las ideas políticas. Editorial Tecnos. Madrid, 1983 (1961), pp. 330-333.

Touchard, Jean. Historia de las ideas políticas. Editorial Tecnos. Madrid, 1983 (1961), pp. 358-361.

Pagés, Pelai. Las claves del Nacionalismo y del Imperialismo. Editorial Planeta. Barcelona, 1991, p. 20.

Fusi, Juan Pablo. Centralismo y localismo: la formación del Estado español, en Gortázar, Guillermo (Ed.), Nación y Estado en la España liberal. Editorial Noesis. Madrid, 1994, pp. 77-79 y 83-87.

Propios: Serie de bienes y derechos que son propiedad de los concejos y éstos alquilan normalmente para obtener ingresos con los que sufragar los gastos colectivos del municipio.

Baldíos: También denominados realengos, eran tierras del Rey que éste cedía a los municipios libre y gratuitamente para su aprovechamiento. Solían ser tierras de poca calidad que en la mayoría de los casos se utilizaban para alimento del ganado.

Puede verse la edición facsímil del texto de la Constitución de 1812 en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/c1812/12260843118006070754624/ima0136.htm.

ARTOLA, Miguel. La burguesía revolucionaria (1808-74). Alianza Editorial. No. 5 de la Colección de Historia de España, dirigida por Miguel Artola. Madrid, 1990, pp. 17-18.

 

Fuente del documento : http://www.elaios.com/documentos/HISTORIA_ESPANA/pol_econ_soc_XIX.doc

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